SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 92/2000, 10 DE ABRIL
La Sala Segunda del Tribunal Constitucional, compuesta por don Carles Viver Pi-Sunyer, Presidente, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Tomás S. Vives Antón, don Vicente Conde Martín de Hijas y don Guillermo Jiménez Sánchez, Magistrados, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY
la siguiente
S E N T E N C I A
En el recurso de amparo núm. 3775/94, interpuesto por don José Alberto Aguín Magdalena representado por el Procurador de los Tribunales don Luis Alfaro Rodríguez, con la asistencia letrada de don Francisco Velasco Nieto, contra la Sentencia de 26 de junio de 1993, dictada por la Sección Segunda de la Audiencia Nacional en la causa 8/92 del Juzgado Central de Instrucción núm. 5, y contra la dictada el 31 de octubre de 1994 por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en casación de la misma causa. En el proceso de amparo ha intervenido el Ministerio Fiscal. Ha sido Ponente el Magistrado don Rafael de Mendizábal Allende, quien expresa el parecer de la Sala.
I. Antecedentes.
1. Por escrito presentado en este Tribunal el día 28 de noviembre de 1994, el Procurador de los Tribunales don Luis Alfaro Rodríguez interpuso, en nombre y representación de don José Alberto Aguín Magdalena, el recurso de amparo del que se hace mérito en el encabezamiento y en la demanda se nos cuenta que en el Juzgado Central de Instrucción núm. 5 de la Audiencia Nacional se siguió el sumario núm. 8/92 contra el hoy demandante y otros por distintos delitos (tráfico de drogas, contrabando, receptación, falsedad, delito monetario, etc.), que, una vez concluido, fue remitido a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional (rollo de Sala núm. 12/92). En la fase de apertura del juicio oral, la defensa del demandante presentó escrito de calificación donde propuso, entre otras pruebas, la documental consistente en la audición de las grabaciones telefónicas (bobinas originales) ordenadas por el Juez Instructor. Por Auto de 14 de abril de 1993 la Sala declaró pertinentes las pruebas propuestas, a excepción de la audición de las conversaciones telefónicas (“por no insistir en ello las partes y en atención a las dificultades técnicas que conllevan, amén de que su contenido ha sido legalizado por el Juzgado Instructor, sin que ello prejuzgue su validez”).
Celebrado el juicio oral, la Sección Segunda de la Audiencia Nacional dictó Sentencia el 26 de junio de 1993, en la que condenó al demandante, como autor de un delito de receptación en tráfico de drogas, a las penas de cuatro años de prisión menor y multa de 50.000.000 de pesetas. Contra dicha Sentencia interpuso el condenado recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo (recurso núm. 1265/93) desestimado por Sentencia de 31 de octubre de 1994, el Tribunal desestimó todos los motivos del recurso del recurrente. En la Sentencia, el Tribunal Supremo estimó el recurso interpuesto por el Ministerio Fiscal, apreciando la concurrencia de la agravación prevista en el párrafo segundo art. 546 bis f) del Código Penal, Texto refundido de 1973 (pertenecer a una organización), imponiéndole la pena de nueve años de prisión mayor y multa de 70.000.000 de pesetas.
2. En la demanda de amparo se invoca la vulneración del derecho a ser informado de la acusación (art. 24.2 CE), de los derechos a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE), a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa (art. 24.2 CE), a la presunción de inocencia y del principio acusatorio (art. 24.2 CE). La infracción del derecho a ser informado de la acusación (art. 24.2 CE) se basa en que en ningún momento el Ministerio Fiscal ni las acusaciones particulares concretaron la cantidad y el modo en que se lucró o hizo que se lucrasen terceras personas, lo que vulnera el derecho a ser informado de la acusación. La infracción del derecho a obtener la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) se deriva de que el condenado lo ha sido por un delito de receptación en tráfico de drogas, sin que en la Sentencia se especifiquen los hechos delictivos realizados ni las cantidades ni el modo en que se lucró o hizo que se lucrasen terceras personas. En la declaración de hechos probados –epígrafe III– se hace referencia a las relaciones de José Ramón Prado Bugallo con el recurrente y se afirma que “aunque no ha quedado acreditado que Aguín tomara parte alguna en la operación de tráfico de cocaína, sin embargo tuvo conocimiento de ella y experimentó el provecho para Prado Bugallo por el incremento de recursos económicos que ello deparó”, pero nada se dice de cuándo tuvo conocimiento de la operación de tráfico de cocaína, ni de qué forma se enteró, qué gestiones realizó, etc.
La infracción de los derechos a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa y a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) se imputa a que las cintas con las grabaciones telefónicas no fueron reproducidas en el juicio oral, a pesar de que el Ministerio Fiscal y alguna otra representación de los procesados así lo solicitaron expresamente en el escrito de calificación provisional. La Sala, en un principio, en Auto de 14 de abril de 1993, señaló la imposibilidad de practicar la audición solicitada porque las bobinas originales no habían sido incorporadas a los autos, y ninguna de las partes hicieron uso de lo previsto en la LECrim, preparando oportunamente la correspondiente protesta a afectos de poder interponer en su día recurso de casación. Posteriormente, una vez recibidas las grabaciones el mismo día del inicio del juicio oral, nada comunicó a las partes ni consideró necesaria su reproducción. En consecuencia, la Audiencia, al no admitir la prueba propuesta de la audición de las cintas en las sesiones del juicio oral, privó al recurrente de un medio de prueba decisivo para la defensa e impidió igualmente comprobar la autenticidad de las transcripciones de las conversaciones telefónicas y su reproducción en el acto del juicio oral.
Por lo demás la infracción del derecho a la presunción de inocencia, se basa en que la única prueba de cargo contra el recurrente es la que procede de las escuchas telefónicas y, concretamente, tres conversaciones mantenidas por el recurrente con José Prado Bugallo los días 30 de noviembre, 7 de diciembre de 1990 y el 17 de enero de 1991, intervenciones telefónicas que incumplían los requisitos exigidos por la Ley y por la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Por último, considera que la Sentencia de casación del Tribunal Supremo infringe el principio acusatorio por imponer una pena superior a la pedida por el Ministerio Fiscal. En concreto alega que el Ministerio Fiscal solicitó una pena de siete años de prisión mayor por delito de receptación del art. 546 bis f) del Código Penal y la Sentencia de instancia le impuso por dicho delito la pena de cuatro años de prisión menor, al no considerar la agravante del segundo párrafo del citado artículo. El Ministerio Fiscal interpuso recurso de casación solicitando la pena pedida en la instancia. El recurso fue estimado por el Tribunal Supremo y, en la segunda Sentencia, condenó al recurrente a la pena de nueve años de prisión mayor, a pesar de que el límite máximo de la pena era la pedida por el Fiscal. En atención a lo expuesto el recurrente solicitó el otorgamiento del amparo y la declaración de nulidad de las Sentencias recurridas. Por otrosí solicitó la suspensión de la ejecución de la condena durante la tramitación del recurso de amparo con base en el art. 56 LOTC.
3. La Sección Primera, por providencia de 30 de enero de 1995, acordó, de conformidad con lo dispuesto en el art. 50.3 LOTC, conceder al demandante de amparo y al Ministerio Fiscal el plazo diez días para formular alegaciones en relación con la concurrencia del motivo de inadmisión previsto en el art. 50.1 c) LOTC, por la posible carencia manifiesta de contenido constitucional de la demanda. Posteriormente, una vez presentados los escritos de alegaciones, en los que la representación del recurrente y el Fiscal solicitaron la admisión y la inadmisión de la demanda, respectivamente, la Sección Cuarta –a quien correspondió su conocimiento de conformidad con lo dispuesto en el art. 3 del Acuerdo del Pleno del Tribunal de 25 de abril de 1995–, por providencia de 29 de mayo de 1995, acordó admitir a trámite la demanda. Asimismo, en aplicación de lo dispuesto en el art. 51 LOTC, acordó dirigir atenta comunicación a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional interesando la remisión de las actuaciones correspondientes al rollo núm. 12/92, dimanantes del sumario 8/92 del Juzgado Central de Instrucción núm. 5, y el emplazamiento a quienes hubieren sido parte, a excepción del recurrente, en el proceso judicial para que pudiesen comparecer en el presente proceso constitucional.
4. Por escrito presentado el 23 de junio de 1995, la Procuradora de los Tribunales doña Yolanda García Hernández solicitó su personación en nombre y representación de doña Isabel Osorio Ramírez. La Sección, por providencia de 28 de septiembre de 1995, acordó no tenerla por personada y parte en el procedimiento por ostentar la misma posición procesal que el demandante en amparo y haber transcurrido el plazo que la Ley Orgánica del Tribunal establece para recurrir. Asimismo acordó dar vista de las actuaciones recibidas en el recurso de amparo núm. 3775/94 a la parte recurrente y al Ministerio Fiscal por plazo común de veinte días para presentar las alegaciones que estimaren oportunas.
Por escrito presentado el 31 de octubre de 1995, el Ministerio Fiscal manifestó que en las actuaciones remitidas constaban sólo las procedentes del Tribunal Supremo, faltando las diligencias sumariales y las correspondientes al rollo de Sala de la Audiencia Nacional, por lo que solicitó, al amparo del art. 88.1 LOTC, recabar la documentación referida antes de evacuar el trámite de alegaciones.
5. La Sección, por providencia de 18 de enero de 1996, vista la extensión de las actuaciones y el tiempo que se tardaría en obtener testimonio de ellas con la dilación del presente proceso que ello supondría, así como, en el caso de que fuesen remitidas las actuaciones originales, a lo gravoso de su transporte y de la ubicación en local adecuado en la sede del Tribunal, acordó conceder un nuevo plazo de veinte días al Ministerio Fiscal y a las demás partes personadas para efectuar alegaciones, con la posibilidad de examinar las actuaciones en el lugar de su custodia en la Sala Segunda del Tribunal Supremo. En tal sentido la representación del recurrente, en escrito presentado el 16 de febrero de 1996, manifestó que las actuaciones habían sido devueltas por el Tribunal Supremo a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional y que, por este motivo, no pudo examinarlas previamente a formular las alegaciones oportunas, solicitando la remisión de las actuaciones para poder comprobar la lesión de los derechos fundamentales invocados en la demanda.
6. La Sección, por providencia de 22 de febrero de 1996, acordó remitir atenta comunicación a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional a fin de que se permitiese el acceso al Ministerio Fiscal y a las demás partes personadas para el examen de las actuaciones judiciales correspondientes al presente recurso, concediendo un nuevo plazo de veinte días para formular las alegaciones previstas en el art. 52.1 LOTC.
7. El Ministerio Fiscal, en su escrito de alegaciones, presentado el 27 de febrero de 1996, luego ratificado en escrito de 11 de marzo de 1996, interesó la denegación del amparo, por no resultar del proceso la lesión de los derechos fundamentales que sirven de apoyo a la demanda. En efecto, luego de exponer los hechos de los que trae causa el recurso y la doctrina acerca de la validez probatoria de las intervenciones telefónicas, la exigencia de que la intervención esté sometida a los principios de legalidad, proporcionalidad y autorización judicial específica y razonada, y la necesidad de su reproducción en el acto del juicio oral, el Fiscal razonó la desestimación del recurso con base en los siguientes razonamientos, sucintamente expuestos:
a) El primer Auto de efectiva operatividad de intervenciones telefónicas fue dictado por el Juzgado Central de Instrucción núm. 5 el 23 de noviembre de 1990 (folio 285), resolución ésta debidamente motivada y que se adopta a la vista de las actuaciones judiciales seguidas en el mismo Juzgado en otro procedimiento sumarial ya en marcha (sumario 13790, seguido contra José Ramón Prado Bugallo, por posible delito de tráfico de drogas). Con posterioridad, se adoptan otras intervenciones relativas a personas concretas, sobre números telefónicos bien determinados, por plazo cierto (generalmente de un mes), que son objeto de prorroga en su caso, siempre mediante Auto, y para la específica investigación judicial de delitos de narcotráfico, concretadas en diversas resoluciones judiciales de intervención que obran a los folios 296, 299, 542, 545, 580, 583, 586, 587, 611, 629, 712, 715 y 724 del sumario 8/92). En todos los casos se procedió a la contrastación por el Secretario judicial de las cintas recibidas con sus respectivas transcripciones, que obran a los folios 313, 369, 431, 433, 473, 487, 494, 516, 539, 605 y 706 del mencionado sumario. Las exigencias de los principios de legalidad y proporcionalidad no presentan –a juicio del Fiscal– mayores dificultades, a la vista la gravedad de los delitos imputados, la complejidad de la organización delictiva, que exigía como único medio posible de investigación la intervención telefónica de diversos números, la fijación de plazos taxativos y su prórroga, acordada siempre de conformidad con las garantías constitucionales.
b) En cuanto al control judicial, todas las transcripciones se encuentran adveradas por el Secretario judicial, y el hecho de que algunas conversaciones se produjeron en griego, francés, catalán y gallego y no conste la intervención de intérprete para su transcripción carece de relevancia como razona el Tribunal Supremo en la Sentencia de casación. Primero, porque las conversaciones en griego no aparecen transcritas de ninguna forma y no fueron objeto de valoración judicial. Segundo, porque, en los demás casos, “tratándose de lenguas romances o neolatinas, nada ha impedido al fedatario que haya podido contrastar lo oído con lo transcrito en castellano, pues en el sentido coloquial y no estrictamente literario son entendidas por muchos españoles”. En cualquier caso, se trata de un problema de fe publica judicial que es ajeno a la competencia del Tribunal Constitucional.
c) Por lo que se refiere a la queja de que las transcripciones no recogen la totalidad de las cintas grabadas, aparte de que la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sólo exige la síntesis de lo grabado, lo cierto es que la Sentencia de casación aclara que todas las conversaciones telefónicas fueron transcritas, salvo en tres supuestos: las que no llegaron a intervenirse por cuestiones técnicas, las que carecían de interés y aquellos otros casos en que no ha existido propiamente conversación.
d) Las cintas, cassettes y demás pruebas de convicción se recibieron en la Sala al inicio de las sesiones del juicio oral, con lo que pudieron ser objeto de contradicción, y en el juicio oral depusieron diversos peritos que afirmaron la validez de las cintas y su autenticidad. Aunque consta tan solo que parte de las cintas obrantes en el momento del juicio eran las originales, de lo que puede deducirse que el resto eran copias, no puede perderse de vista la finalidad del control judicial de las bobinas originales, que es la de evitar su manipulación, trucaje y distorsión (STC 190/1992). La existencia de dictámenes periciales que adveran la falta de manipulación de las cintas y la autenticidad de las voces de los intervinientes en las conversaciones cubre el necesario control judicial. En cualquier caso, nada se alega respecto de qué tipo de consecuencias negativas para el solicitante de amparo podría tener el hecho de que las cintas no sean las originales, pues, ni se denuncia la falta de garantías que pudiera tener tal omisión, ni se aduce aspecto concreto alguno del que pueda deducirse algún atisbo de indefensión para el recurrente.
e) La falta de audición en el juicio oral de las cintas que contenían las grabaciones telefónicas no supone lesión del derecho fundamental a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa ni tampoco afecta al valor probatorio de las transcripciones. En primer término, las razones dadas por la Audiencia Nacional para denegar la práctica de tal prueba –porque la vista oral se hubiera visto dilatada innecesariamente y porque ya existían transcripciones de las cintas cuya lectura en el juicio oral eran factible– resultan más que suficientes para justificar la denegación. En segundo término, contra la resolución que denegó la práctica de la prueba el recurrente no formuló protesta alguna para preparar, en su caso, el recurso de casación (art. 659.4 LECrim), lo que motivó que el Tribunal Supremo inadmitiera el motivo de casación en el que se planteó esta concreta queja. Concurre, por tanto, la causa de inadmisibilidad consistente en la falta de agotamiento de los recursos en la vía judicial. Por último hay que tener en cuenta que en el juicio oral se dio lectura a los folios que contenían las transcripciones de las cintas, en su parte sustancial, con la consiguiente contradicción, y que la audición de las cintas en el acto del juicio oral no forma parte de los requisito exigibles para la validez de la prueba (STC 128/1988) y puede ser perfectamente sustituida por la reproducción de los folios que incorporan las transcripciones.
f) La Sentencia de instancia causaliza la prueba que ha llevado a la convicción judicial que tiene la base de las intervenciones telefónicas, transcritas en el sumario e identificadas por perito en su voz como perteneciente al recurrente. En este sentido, la motivación que exige el derecho a la tutela judicial efectiva no incluye ni debe incluir las precisiones que el recurrente demanda en su recurso, bastando con que exprese, como ocurre en el presente caso, las razones que han llevado a la toma de la resolución.
g) Por último, tampoco cabe apreciar infracción del principio acusatorio por el hecho de que el Fiscal solicitara una condena de siete años y la Sala impusiera nueve, pues la pena se impuso en el grado medio, que era precisamente el solicitado por el Fiscal. En concreto, razona que el art. 546 bis f) preveía como pena tipo la de prisión menor y multa y, como se apreció el tipo agravado del párrafo 2, es procedente acudir a la pena superior en grado, que es la de 6 años y 1 día a 12 años. Dentro de esta extensión el Tribunal puede moverse entre el grado mínimo o el medio (art. 61.4 CP), por lo que la pena tope a imponer sería la de 10 años.
8. La representación del recurrente no presentó escrito de alegaciones.
9. Con fecha 14 de mayo de 1996, el Magistrado Ponente dirigió escrito al Presidente de la Sala donde solicitó, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 221 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que se le tuviera por apartado del conocimiento de este recurso de amparo, escrito que se elevó al Presidente de este Tribunal quien, el 11 de junio de 1996, comunicó al de la Sala que el Pleno, después de oído el parecer unánime de los Magistrados componentes del Pleno, había acordado no dar lugar a la abstención. Por providencia de 22 de julio de 1996 la Sección acordó incorporar testimonio de la anterior comunicación al procedimiento y notificarla a las partes.
10. Por Auto de 3 de julio de 1995, dictado en la pieza separada de suspensión, la Sala acordó denegar la suspensión solicitada.
11. El 9 de marzo de 2000 se acordó dirigir atenta comunicación a la Sección Segunda de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, a fin de que se indicara si había sido solicitada la revisión de las Sentencias objeto del presente recurso de amparo con posterioridad a las Sentencias del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 23 de febrero y 14 de diciembre de 1995, que interpretan la aplicación que debe realizarse de la Directiva comunitaria 88/361 respecto a la condena del recurrente como autor de un delito monetario de exportación dineraria. Con fecha 28 de marzo de 2000 la Sección Segunda de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, mediante certificación expedida por el Sr. Secretario, comunicó a este Tribunal que, examinadas la Sentencia 25/1993 de 26 de junio y la dictada por el Tribunal Supremo, Sala Segunda 1884/1994, de 31 de octubre, resulta que Alberto Aguín Magdaleno, en el rollo de Sala 12/92, sumario 8/92 del Juzgado Central núm. 5, no aparece condenado como autor de ningún delito monetario de exportación dineraria.
12. Por providencia de 6 de abril de 2000, se señaló para la deliberación y votación de la presente Sentencia el siguiente día 10 del mismo mes y año.
II. Fundamentos jurídicos
1. El presente recurso se interpone contra dos Sentencias, una dictada el 26 de junio de 1993 por la Sección Segunda de la Audiencia Nacional en causa instruida por el Juez Central núm. 5, y otra, pronunciada el 31 de octubre de 1994 en casación por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, condenando al demandante como autor de un delito contra la salud pública (tráfico de drogas). En la demanda se alega la vulneración de los derechos a obtener la tutela judicial efectiva, a ser informado de la acusación, a la presunción de inocencia, a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa, a un proceso con todas las garantías (art. 24.1 y 2 CE) y a que sea respetado el principio de legalidad penal (art. 25.1 CE) y el principio acusatorio.
En el objeto procesal de este recurso se remejen una serie de incógnitas que dejaron de serlo por obra y gracia de tres Sentencias nuestras muy recientes. Dos de ellas, las SSTC 236/1999, de 20 de diciembre, y 237/1999, de 20 de diciembre, pronunciadas por esta misma Sala, y otra, la 59/2000, de 2 de marzo, que el Pleno ha dictado hace poco. Todas ellas enjuician aspectos constitucionales comunes por incidir en único proceso (sumario núm. 8/92 instruido por el Juez Central de Instrucción núm. 5, rollo de Sala núm. 12/92 y recurso de casación núm. 1265/93) y contemplar una misma Sentencia, aun cuando desde la perspectiva individual de cada uno de los muchos condenados en ella. Es claro que donde hay la misma razón debe haber el mismo Derecho y, por tanto, que esta Sentencia de hoy no hace sino reproducir las distintas respuestas ya dadas a las mismas preguntas en la parte que concierne a cada una de ellas.
2. En cuanto a las quejas por la supuesta infracción de los derechos a obtener la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE) y a ser informado de la acusación (art. 24.2 CE), dichos derechos fundamentales se estiman vulnerados por la falta de motivación de la Sentencia que lleva a la condena del demandante por un delito de receptación en tráfico de drogas. Sin embargo es suficiente la lectura de los folios 59 y 60 de la Sentencia de la Audiencia Nacional para comprobar que allí existe una valoración de la prueba que guía la convicción del Tribunal enjuiciador sobre la base de las intervenciones telefónicas, transcritas en el sumario e identificadas por perito como correspondientes a la voz del luego condenado. En este sentido, como recuerda el Ministerio Fiscal, es reiterada doctrina de este Tribunal Constitucional que la motivación no incluye, ni debe incluir, respuesta a todas y a cada una de las “precisiones que se hubieran demandado”, bastando con que contenga las razones que conducen a la decisión y que éstas encuentren una ilación lógica con el fallo.
En la opinión del demandante, y éste es el núcleo esencial de la pretensión de amparo, su condena se ha basado en las intervenciones telefónicas realizadas en la fase de instrucción sumarial, que carecen de toda eficacia probatoria, primero, por el defectuoso control judicial de las grabaciones realizadas por la policía, y, segundo, porque aquéllas no fueron debidamente reproducidas en el juicio oral, no habiendo sido oídas las cintas, a pesar de haberse solicitado expresamente, ni tampoco leídas las transcripciones de su contenido para permitir la contradicción. De ello deriva la lesión de los derechos a la tutela judicial efectiva, a utilizar los medios de prueba, a la presunción de inocencia y a un proceso con todas las garantías (art. 24.1 y 2 CE).
Ahora bien, antes de entrar en materia conviene analizar la existencia, o no, de las invocadas infracciones constitucionales, a cuyo efecto resulta necesario hacer algunas observaciones para restringir aún más la pretensión de amparo. En primer lugar, el demandante sólo cuestiona indirectamente la legitimidad de las decisiones judiciales donde se autorizaron las distintas intervenciones telefónicas, pues se limita a denunciar que han de considerarse ilícitas por carecer de motivación suficiente, sin que sea posible –dice– admitir como válida una motivación implícita ni justificar a posteriori la proporcionalidad de las intervenciones. Desde otra perspectiva las quejas se extienden también a la forma en que el resultado de las intervenciones telefónicas se incorporó a las actuaciones judiciales, alegándose al respecto, por una parte, que las grabaciones y transcripciones de las mismas se hicieron sin el debido control judicial, y, por otra, que unas y otras no fueron oídas o leídas en el juicio oral.
3. En el presente caso, el examen de las actuaciones –folios 285, 296, 299, 542, 545, 580, 583, 586, 587, 611, 629, 712, 715 y 724 del sumario núm. 8/92– pone de manifiesto, como señala el Ministerio Fiscal, que las intervenciones telefónicas respetaron las exigencias. En efecto, por cuanto respecta a la legitimidad de las intervenciones telefónicas, y desde el propio planteamiento del demandante, hemos de recordar, ante todo, que en reiteradas ocasiones hemos admitido la posibilidad de motivar por referencia y de remitir la efectiva ponderación de la proporcionalidad de la medida a un momento posterior. Sentado esto, cabe destacar que la primera de las intervenciones telefónicas, acordada por el Juez Central de Instrucción núm. 5 en el Auto de 23 de noviembre de 1990, no carece de motivación, sino que se adoptó a la vista de las actuaciones practicadas por el mismo Juez en otro sumario ya en marcha (el núm. 13/90, seguido también contra el hoy demandante por un eventual delito de tráfico de drogas), donde se reabrió otro procedimiento penal archivado a la sazón (las diligencias previas núm. 209/90) y se autorizó la intervención de distintos teléfonos, con indicación tanto de los números como de sus titulares, por considerar que tal medida podía proporcionar datos valiosos para la investigación de la trama de una organización dedicada al narcotráfico y la posible llegada de un importante alijo de cocaína. Las posteriores intervenciones telefónicas, a su vez, fueron ordenadas por el Instructor siempre para personas individualizadas y líneas telefónicas concretas, por plazo cierto (un mes generalmente) en una investigación judicial de narcotráfico.
En todos los Autos de autorización se indica la obligación de la policía de aportar, cada quince días y siempre que se solicite cualquier prórroga, la transcripción y las cintas originales para su comprobación por el Secretario Judicial antes de los últimos siete días. En este sentido, en las actuaciones constan, igualmente, no sólo las correspondientes diligencias de recepción de las cintas conteniendo las grabaciones, sino las de cotejo por el fedatario procesal de las cintas grabadas y sus transcripciones (folios 313, 369, 431, 433, 473, 487, 494, 516, 539, 605 y 706 del sumario núm. 8/92). A su vez, en los Autos de prórroga de las intervenciones telefónicas, se justifica la necesidad de la prórroga, en concreto por la complejidad de los hechos investigados, y para las mismas se adoptaron idénticas condiciones de control en cuanto a la aportación de las grabaciones y sus transcripciones para su posterior contrastación por el Secretario Judicial. Por lo expuesto, y de conformidad con la doctrina constitucional antes citada, cabe concluir que en el presente caso no se aprecia lesión alguna del art. 24 CE.
Por otra parte, la práctica totalidad de las irregularidades denunciadas, como antes se dijo, se refieren a la forma en que el resultado de las intervenciones telefónicas ordenadas por el Juez Instructor se incorporaron, primero al sumario y después al juicio oral, y son ajenas al contenido esencial del derecho al secreto de las comunicaciones. Como tiene declarado este Tribunal, no pueden confundirse, en este sentido, los defectos producidos en la ejecución de una medida limitativa de derechos y aquellos otros que acaezcan al documentar o incorporar a las actuaciones el resultado de dicha medida limitativa, ni cabe pretender que uno y otros produzcan las mismas consecuencias En concreto, no puede existir lesión constitucional, cuando, como ocurre en el presente caso, las irregularidades denunciadas, por ausencia o insuficiencia del control judicial, no se refieren a la ejecución del acto limitativo sino a la forma de incorporar su resultado al proceso (por todas, SSTC 121/1998, de 15 de junio, y 151/1998, de 13 de julio).
4. En otro orden de cosas, se añade que la falta de audición de las cintas originales así como la denegación de la prueba pericial propuesta, infringen el derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Se aduce a tal respecto que tal audición fue solicitada en el escrito de calificación provisional y el no haberse practicado sólo puede ser imputable a la Audiencia Nacional, que en principio señaló la imposibilidad de llevarla a efecto porque las grabaciones originales no habían sido incorporadas a las actuaciones (Auto de 15 de abril de 1993) sin que posteriormente, una vez recibidas comenzado el juicio oral, nada se comunicara a las partes. Por esta misma razón, carecen de sentido las razones dadas por el Tribunal Supremo para rechazar los motivos del recurso de casación donde se denunció esa falta de audición –no haber formulado protesta formal– puesto que en ningún momento se tuvo conocimiento de la recepción durante las sesiones del juicio. Por otra parte, la prueba pericial propuesta tenía un sentido absolutamente lógico y su denegación impidió la designación de otros peritos para valorar las anteriores periciales realizadas.
De la lectura de las Sentencias recurridas y del examen de las actuaciones judiciales remitidas se comprueba que ninguna de las infracciones constitucionales denunciadas pueden servir como fundamento de la pretensión de amparo. Efectivamente, en las actuaciones constan las correspondientes diligencias de recepción de las grabaciones, así como las diligencias de cotejo por el Secretario Judicial de las cintas y sus transcripciones (folios 313, 369, 431, 433, 473, 487, 494, 516, 539, 605 y 706 del sumario núm. 8/92). En tal aspecto, como se afirma en la Sentencia de casación, todas ellas aparecen transcritas a excepción de los supuestos, especificados, en los que no se hizo la grabación por no existir conversación en sentido propio o cuando lo grabado carecía de interés para la investigación (FJ 12). Por consiguiente la transcripción mecanográfica de las comunicaciones intervenidas que accedió al juicio oral como medio de prueba ha gozado de la fiabilidad que proporciona haber sido practicada, cotejada y autentificada por medio de dicha intervención judicial.
Por otra parte ninguna relevancia tiene, en cuanto a la eficacia probatoria de las grabaciones telefónicas, el hecho de que las bobinas y cintas no fueran reproducidas en el juicio oral. En efecto, la audición de las cintas no es requisito imprescindible para su validez como prueba (por todas, STC 128/1988, de 27 de junio) y puede ser sustituida por la reproducción de los folios que incorporan las transcripciones. Esto fue lo que justamente ocurrió en el presente caso, pues, según se afirma expresamente en la Sentencia de instancia, las transcripciones de las grabaciones telefónicas referidas a los procesados valoradas como pruebas “fueron leídas y sometidas a contradicción en la vista del juicio oral” (FJ 3). A la vista de cómo se llevó a efecto la selección y transcripción de las conversaciones intervenidas que accedieron al juicio oral, se aprecia que fueron cumplidas las garantías precisas de control judicial, contradicción y respeto al derecho de defensa. En consecuencia, la valoración y apreciación como prueba de las grabaciones telefónicas no ha supuesto violación alguna del derecho a un proceso con todas las garantías, por tratarse de pruebas lícitas, ni la condena basada, entre otras pruebas, en dichas grabaciones infringe el derecho a la presunción constitucional de inocencia.
Por último, de la falta de audición de las grabaciones y de la denegación de la prueba pericial propuesta tampoco es posible derivar indefensión para el recurrente ni infracción de su derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Es preciso advertir, al respecto, en primer término, que contra la decisión de la Audiencia Nacional (Auto de 14 de abril de 1993) que denegó tales pruebas, propuestas por la defensa en su escrito de calificación provisional, el recurrente no formuló la oportuna protesta para luego recurrir en casación, tal y como exige expresamente el art. 659 LECrim, siendo esta una de las razones por las que el Tribunal Supremo rechazó el motivo de casación en el que el recurrente denunció la inadmisión de las pruebas. En segundo término, la prueba de audición de las cintas fue considerada por la Audiencia, primero innecesaria, al constar su contenido transcrito y legalizado por el Juzgado (Auto de 14 de abril de 1993), y, después, inoportuna, porque “su número y considerable capacidad de archivo, ello hubiera llevado una dilación manifiesta y perjudicial de las sesiones, circunstancia verdaderamente impeditiva de una celebración normal” (FJ 3 de la Sentencia de instancia). Lo mismo ocurrió respecto de la prueba pericial, que fue rechazada por su carácter subsidiario de la anterior (Auto de 14 de abril de 1993 de la Audiencia Nacional) y por tratarse de una prueba no pertinente al no existir discrepancia alguna sustancial entre los dictámenes periciales (FJ 15 de la Sentencia de casación).
Es de aplicación, por ello, la reiterada doctrina de este Tribunal de que el derecho a utilizar los medios de prueba no faculta para exigir la admisión judicial de todas las pruebas que puedan proponer las partes, sino que atribuye sólo el derecho a la recepción y práctica de las que sean pertinentes, correspondiendo a los Jueces y Tribunales el examen sobre la legalidad y pertinencia de las pruebas (entre otras, SSTC 40/1986, de 1 de abril, 170/1987, de 30 de octubre, 167/1988, de 27 de septiembre,168/1991, de 19 de julio, 211/1991, de 11 de noviembre, 233/1992, de 14 de diciembre, 351/1993, de 29 de noviembre y 131/1995, de 11 de septiembre), y que sólo podría tener relevancia constitucional, por causar indefensión, la denegación de pruebas relevantes sin motivación alguna o mediante una interpretación y aplicación de la legalidad carente de razón (SSTC 149/1987, de 30 de septiembre, 233/1992, de 19 de octubre, 351/1993, de 29 de noviembre, y 131/1995, de 11 de septiembre). Por último, la queja del recurrente aparece como puramente formal, pues, aparte de que nada se dice en la demanda sobre la posible incidencia en el proceso de la audición de las grabaciones, ni se discute o pone en entredicho el contenido de las transcripciones adveradas por el Secretario Judicial, lo cierto es que no se aprecia menoscabo alguno del derecho de defensa ni indefensión material para el recurrente porque, como razona el Tribunal Supremo, la audición de las cintas “hubiera significado simplemente una nueva repetición de la lectura” (FJ 14).
5. Ahora bien, la pretensión de amparo tiene otro de sus soportes en que la Sentencia impugnada quebrantó el principio acusatorio por haber impuesto al condenado una pena superior a la pedida por el Fiscal sin haber sido informado de la acusación y sin cumplir la exigencia de motivación contenida en el art. 120.3 CE, que se invoca. Nada mejor que traer aquí, en lo pertinente, por ser idéntico el planteamiento, la respuesta que dio a esta cuestión el Pleno en su STC 59/2000, de 3 de marzo. Aquí y ahora, como en ella, se encara el supuesto de una Sentencia que, dando lugar a la casación, impone la pena de prisión mayor superior en dos años a la pedida por los acusadores en la causa, sin explicación alguna, aceptando el motivo esgrimido como fundamento del recurso y compartiendo, no sólo la misma calificación jurídica del delito, sino la participación en él del condenado como autor de un delito de receptación en tráfico de drogas del art. 546 bis f) CP a quien la Audiencia le había impuesto cuatro años de prisión menor. No parece que sea necesario justificar la incidencia negativa y la pesadumbre que sobre la libertad personal del así condenado haya podido tener y tenga, si no se le pusiera remedio a tiempo, ese sobredicho incremento de dos años de prisión sobre los correspondientes según la acusación, siete años, ni tampoco se le oculta a nadie su significado en nuestra Constitución desde la perspectiva de la libertad, que proclama como valor superior en su mismo umbral y configura luego su manifestación primaria, personal como derecho fundamental en el art. 17 CE. Por ello, lo que se pone en tela de juicio con relevancia constitucional, en definitiva, es la potestad judicial de agravar la pena más allá de la pedida por el acusador. Dentro de tal perímetro estrictamente delimitado, el principio acusatorio juega un papel de protagonista con una función de garantía.
Ahora bien, antes de abordar este reproche constitucional, conviene señalar una carencia de la Sentencia impugnada en la parte que respecta a este proceso y a su demandante. En los fundamentos de aquélla, y para casar la que dictó la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo explica las razones que le llevan a dar la razón al Fiscal para apreciar que concurre la circunstancia agravante incorporada al tipo en el párrafo segundo del art. 546 bis f) CP de pertenecer a una organización, pero nada dice en la segunda Sentencia respecto del incremento de pena, dos años, importante por sí mismo. Esto nos plantea como incógnita previa si tal incremento, en la hipótesis de que fuera viable con arreglo al texto del art. 902 LECrim, estaba necesitado de una explicación ad hoc, y ello nos pone en el terreno de la motivación.
Pues bien, como se dice en la STC 43/1997, de 10 de marzo, “es doctrina constante de este Tribunal que la exigencia constitucional de motivación, dirigida en último término a excluir de raíz cualquier posible arbitrariedad, no autoriza a exigir un razonamiento exhaustivo y pormenorizado de todos y cada uno de los aspectos y circunstancias del asunto debatido, sino que se reduce a la expresión de las razones que permiten conocer cuáles han sido los criterios jurídicos esenciales fundamentadores de la decisión, su ratio decidendi (SSTC 14/1991, 28/1994, 145/1995 y 32/1996, entre otras muchas). Pero lo que no autoriza la Constitución es, justamente, la imposibilidad de deducir de los términos empleados en la fundamentación qué razones legales llevaron al Tribunal a imponer como ‘pena mínima’ la que se contiene en el fallo condenatorio” (FJ 6). Es más, se subraya a continuación que esa exigencia constitucional de dar una respuesta fundada en Derecho para justificar la pena concretamente impuesta adquiría particulares perfiles al hallarse afectado el derecho fundamental de libertad personal, y esa falta de justificación de la pena le llevó a otorgar el amparo. En la STC 225/1997, de 15 de diciembre, se ratificó después, implícitamente, dicha doctrina, al desestimar la queja relativa a la falta de motivación de la pena concretamente impuesta, no por carencia de contenido, sino porque había sido subsanada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
La obligación de motivar cobra sin duda un especial relieve en supuestos, como el presente, en los que la condena fue superior a la solicitada por las acusaciones en el proceso. Ciertamente la STC 193/1996, de 26 de nvoiembre, que reafirma esa exigencia constitucional de justificar la pena concreta, admitió que ésta quedase satisfecha sin necesidad de especificar las razones justificativas de la decisión siempre que, como era el caso, éstas pudieran desprenderse con claridad del conjunto de la decisión (FJ 6). Sin embargo, en el presente caso la simple lectura de la Sentencia pone de manifiesto que la justificación de la concreta pena impuesta, por encima de la pedida por el Fiscal no se infiere en modo alguno de su texto, pues sus razonamientos atañen, exclusivamente, a la subsunción fáctica en la norma penal aplicable.
El Fiscal en su recurso, cuyos motivos de impugnación, por tanto, fueron aceptados por la Sala, insiste en pedir para el acusado la pena de siete años, como venía haciendo desde las calificaciones provisional y definitiva en la instancia. Sin embargo, el Tribunal Supremo, una vez que casó la Sentencia de la Audiencia y asumió la “plena jurisdicción” para dictar una segunda, en virtud del art. 902 LECrim, mantuvo en ella el fallo recurrido, con excepción de su apartado 9 que, según dice, se ha de sustituir por el siguiente: “Se condena a los procesados don Juan Alberto Aguín Magdalena y Diego Soto Sánchez, como autores criminalmente responsables de un delito de receptación en tráfico de drogas del art. 546 bis f) CP con la agravación del párrafo segundo de pertenecer a una organización, sin la concurrencia de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal a la pena para cada uno de ellos de nueve años de prisión mayor”. La simple transcripción del texto pone de relieve que, en esta coyuntura, la Sala Segunda no explica en ningún momento por qué impone finalmente una pena superior a la que había sido pedida por el Fiscal, y también por las acusaciones particulares en el juicio oral. No se dan a conocer, así, los argumentos o las razones que determinaron la elevación de la cuantía de la pena privativa de libertad en un dos años más de la que había sido instada por las partes.
6. Pues bien, la primera Sentencia del Tribunal Supremo, en la parte que aquí importa, ofrece, como hemos visto, con suficiente claridad las razones que tuvo la Sala para dar juego a la agravación contenida en el párrafo segundo del art. 546 bis f) CP, participación en una organización, como integrante del tipo penal por el que finalmente se le condenó, según venía propugnando el Fiscal. Sin embargo, una vez sentadas tales premisas, necesarias pero no suficientes, la Sala impone en la segunda Sentencia directamente la pena de nueve años, añadiendo dos a los siete pedidos por la acusación a causa de esa participación y esa circunstancia agravante sin la menor explicación. No se encuentra en aquélla argumento alguno que legitime tan drástica decisión y como consecuencia de tal silencio sobre un aspecto esencial de la pretensión punitiva es claro que carece de motivación. En ningún momento se dice siquiera cuál precepto le haya podido servir de apoyo para ese incremento de la pena, ni cuales fueran las razones que la justificaran. Obrando así es forzoso concluir, por tanto, que se ha vulnerado el derecho de la recurrente a la tutela judicial efectiva.
En consecuencia ha de estimarse vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) por falta de motivación de una decisión que atañe a la libertad personal (art. 17 CE).
F A L L O
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,
Ha decidido
Otorgar parcialmente el amparo pedido y, en su consecuencia:
1º Reconocer el derecho a la tutela judicial efectiva del demandante.
2º Declarar la nulidad de la Sentencia dictada el 31 de octubre de 1994 por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, exclusivamente en lo que toca a la pena de privación de libertad impuesta a don José Alberto Aguín Magdalena, retrotrayendo las actuaciones al momento procesal oportuno que permita dictar otra ajustada al contenido declarado del derecho fundamental.
3º Desestimar el recurso en todo lo demás.
Publíquese esta Sentencia en el “Boletín Oficial del Estado”
Dada en Madrid, a diez de abril de dos mil.
Voto particular que formula don Rafael de Mendizábal Allende y al que presta su adhesión don Guillermo Jiménez Sánchez, Magistrados ambos del Tribunal Constitucional, a la Sentencia dictada por la Sala y recaída en el recurso de amparo núm. 3775/94.
Esta es una más en la serie de opiniones disidentes de otra serie paralela de Sentencias, una del Pleno y dos de la Sala, más otras dos publicadas a finales de año y, por ello, su función única es cumplir con las exigencias de la “cortesía forense” debida a quienes sean parte en el proceso y también, por qué no, a aquellos que lean la decisión judicial cuyo tenor recoge también íntegramente los razonamientos pertinentes al caso, aun cuando figuraran en sus precedentes. En tal tesitura o disposición de ánimo conviene anticipar que en este Voto particular se utilizan sobre todo los materiales sobre el tema proporcionados por la Sala Segunda –de lo Penal– y seleccionados de su copiosa producción jurisprudencial, acrecida en estos últimos años por obra y desgracia de la avalancha de asuntos (recursos y causas) a los cuales ha tenido que hacer frente, donde la cantidad no desmerece la calidad de la doctrina para ir construyendo golpe a golpe el Derecho penal, sobre el cual le corresponde decir la última palabra. En definitiva, se manejan en el voto las dos tendencias seguidas por el Tribunal Supremo en un doble plano, la legalidad y la constitucionalidad (véase al respecto el final de la STS 7 de junio de 1993, cuyo texto se transcribe) y entre ellas se opta por una, la que parece preferible desde la única perspectiva permitida a este Tribunal donde escribo, las garantías constitucionales, de las cuales es el guardián no único sino último, sin inmissio alguna en la función de interpretar la Ley, privativa de la potestad de juzgar.
La Sentencia del Tribunal Supremo que el Constitucional anula, por no haber explicado si utilizó y cómo el art. 902 LECrim desde la perspectiva del principio acusatorio, impuso una pena superior a la pedida por el Fiscal a consecuencia de la subida provocada por la nueva calificación jurídica de un hecho revestido de “extrema gravedad”, más allá de la “notoria importancia”. Pues bien, los razonamientos que contiene la Sentencia de casación para justificar la concurrencia de esa circunstancia de agravación configuradora del tipo delictivo están en la sintonía de una pena superior, pero no es menos cierto que, a pesar de ser posible inducirla, no hay en la segunda Sentencia ninguna argumentación para justificar el incremento ex officio de la pena a la luz del art. 902 LECrim, cuyo tenor parece impedirlo a primera vista, respetando así el principio acusatorio. Bastaría lo dicho, y ha bastado, para echar abajo el pronunciamiento judicial y reenviar el caso al Tribunal Supremo, si ello no significara amputar la parte principal de este proceso tal y como se nos ha planteado, para cuyo soporte principal no se invoca en un primer plano la falta de motivación (aludida marginalmente) sino haber transgredido la frontera punitiva que traza el principio acusatorio.
Sin embargo, nunca he sido partidario de soslayar los temas trascendentales que importan y preocupan a la gente así como a los juristas y que no han recibido hasta el momento una solución clara e inequívoca en el sistema judicial, propiciando consiguientemente la inseguridad y, por lo mismo, la litigiosidad con riesgo cierto de perjuicio para los ciudadanos encausados por la justicia, ni tampoco entiendo oportuno volver la cara a los enigmas. Creo, por el contrario, que, no sólo constitucional, sino éticamente, ha de mirarse a los ojos de la esfinge. Por ello, incluso en esta coyuntura, siendo plausible la inexistencia de la motivación y habiendo de ser otorgado el amparo por tal motivo, ello no hubiera debido cortar el paso al enjuiciamiento de la otra cuestión en litigio, cuya trascendencia constitucional es más que notoria. No se da incompatibilidad alguna de los dos temas, formal y sustantivo, intrínseco y extrínseco, ni la aceptación del uno precluye necesariamente el tratamiento del otro. En ningún lugar está escrito que no se pueda amparar por más de una razón simultáneamente, si hubiera lugar a ello, deshaciendo los varios entuertos causados al reclamante, sobre todo cuando nuestra Sentencia, una vez que el amparo llegó a buen puerto por uno de los dos, ha de tener un efecto meramente devolutivo, como ocurre en el caso que nos ocupa. Por tanto se hace necesario proseguir el camino de las reflexiones en torno a la cuestión principal.
1. Tutela judicial y sistema acusatorio
La situación que se nos plantea como tema principal consiste en determinar si quien se queja ante nosotros ha recibido la tutela judicial con efectividad y sin indefensión que la Constitución promete a todos como derecho fundamental de cada uno y, por tanto, como derecho subjetivo a disfrutar de esa prestación pública (art. 24 CE). En tal marco hay que encuadrar el llamado principio acusatorio, que no tiene por si residencia constitucional alguna, o, más bien, la estructura dialéctica del proceso penal como contrapeso y freno del poder de los jueces, que en ningún caso deben ni pueden ser omnipotentes, en frase tomada de la exposición de motivos de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, precisamente porque han de gozar de la máxima independencia –libertad de criterio– en el ejercicio de la potestad de juzgar. El principio acusatorio, como tal, no figura en la Constitución, que en cambio sí contiene todas las piezas de este sistema (adversary system) adoptado explícitamente en 1882 por aquella Ley de Enjuiciamiento, aun cuando durante el tiempo de su centenaria vigencia haya sufrido eclipses parciales y desfallecimientos transitorios. En efecto, el art. 24, a través del proceso con todas las garantías, convierte al acusado en su protagonista, con el derecho a ser informado de la acusación para poder ejercitar su derecho a la defensa, por sí o con la asistencia de los profesionales de la toga, haciendo entrar así a la abogacía en la estructura del Poder Judicial para cumplir la función pública de patrocinio, apareciendo para darle la réplica, como antagonista, el Fiscal. A éste corresponde constitucionalmente “promover la acción de la justicia”, aunque no tenga el monopolio de la acción penal y pueda llevar como compañeros de viaje a otros acusadores. En definitiva, con palabras otra vez de la exposición de motivos de la Ley, “únicamente al Ministerio Fiscal o al acusador particular, si lo hubiere, corresponde formular el acta de acusación”. Entre estos dramatis personae sobresale una figura, el Juez o Tribunal, a quien corresponde nada más, y ya es bastante, “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado” con una misión de garantía. No hay más. En ese escenario que son los estrados judiciales y con tales personajes, cada uno en su papel, ha de alzarse la cortina para la representación en audiencia pública de la función jurisdiccional.
Ahora bien, aun cuando no deje de ser paradójico que en la Constitución no aparezca tal principio mencionado por su nombre, es evidente que, por obra del art. 24 CE, donde se proclama la efectividad de la tutela judicial como derecho fundamental, con un haz de otros instrumentales de la misma índole, se indican los elementos estructurales de dicho principio axial trabándolos en un sistema cuyas piezas son, que desde el mismo instante de la promulgación de la Constitución ha de ser despojado de las adherencias residuales del viejo “procedimiento escrito, secreto e inquisitorial”, “en el que estaban educados los españoles”(una vez más por boca de Alonso Martínez, en la tantas veces mencionada exposición de motivos). En tal sentido se pronunció tempranamente este Tribunal Constitucional, cuya STC 9/1982, de 10 de marzo, puso de manifiesto que “la lucha por un proceso penal público, acusatorio, contradictorio y con todas las garantías se inició en Europa continental hacia la segunda mitad del siglo XVIII frente al viejo proceso inquisitivo y, con logros parciales, pero acumulativos, se prolonga hasta nuestros días”. A lo largo de estos casi veinte años, tanto la jurisprudencia del Tribunal Supremo como nuestra doctrina son contestes en contemplar como tales ingredientes a muchos de los derechos instrumentales de la tutela judicial contenidos en el párrafo 2 del art. 24 CE, resumen de algunas enmiendas a la Constitución norteamericana donde se incorporó el Bill of Rights y, entre ellos, el derecho a ser informado de la acusación y el simétrico de la defensa en juicio, el debate contradictorio abierto y en audiencia pública para conseguir un juicio con todas las garantías, la congruencia de las sentencias y la proscripción de la reformatio in peius como consecuencia del carácter rogado de la justicia, con la finalidad última de evitar así la indefensión proscrita constitucionalmente como negación radical de la tutela judicial.
Aun cuando puedan llevar en algún caso a resultados paralelos, el principio acusatorio es algo muy distinto del principio dispositivo, predominante en el proceso civil, que por otra parte no es desconocido tampoco en el penal donde se reserva, en ciertos casos, la acción penal al agraviado o se permite la conformidad del acusado con la pena concreta pedida por el Fiscal para configurar la decisión judicial. En uno y otro caso la raíz común se encuentra en el sistema de justicia rogada inherente a la función jurisdiccional, al cual alude muchas veces el Tribunal Supremo en esta cuestión y, por supuesto, a la congruencia como elemento de la decisión judicial. El objeto de la jurisdicción penal puede ser doble por encauzar una doble pretensión, principal una, la acusación penal y otra eventual, la civil o indemnizatoria. Ambas en nuestro sistema -con otros aspectos irrelevantes aquí- tienen la misma exigencia, la correlación entre lo pedido por quienes son parte y el pronunciamiento de la sentencia, con un carácter de límite máximo si fuere condenatoria, coherencia que no sólo es cuantitativa -como destaca en una primera visión- sino también cualitativa (ATC 3/1993, de 11 de enero).
El juzgador se encuentra limitado, maniatado, por la acción o pretensión, uno de cuyos elementos esenciales es la pena concreta, que en el supuesto de los recursos toma un cariz impugnatorio y en el presente caso ha sido la misma desde el trámite de la calificación definitiva hasta la formalización del recurso de casación, interpuesto tan sólo por el Fiscal, recordemos, pidiendo una y otra vez la pena de 15 años de privación de libertad como consecuencia de haber considerado a la acusada desde aquel principio como autora y no como cómplice. En tal coyuntura este Tribunal Constitucional había llegado a la conclusión de que la prohibición de reformatio in peius en el proceso penal deriva del art. 902 LECrim, que la recoge, precisamente, para la casación. El carácter indisponible del ius puniendi –como regla no sin excepción– y la vigencia de los principios de oficialidad y legalidad singularizan la jurisdicción penal respecto de las demás, pero no hasta el punto de permitir un desajuste entre el fallo judicial y los términos en que las partes han formulado sus pretensiones para diseñar el objeto procesal y acotar el perímetro de la contienda, concediendo más o menos, o cosa distinta de lo pedido, para incurrir así en vicio de incongruencia (SSTC 15/1987, de 11 de febrero, 116/1988, de 20 de junio, y 40/1990, de 12 de marzo, entre otras). No deja de sorprender que si ese incremento sobre lo solicitado se hubiera producido en el mismo proceso penal pero en el ejercicio de la acción civil se admitiría sin vacilación alguna esa incongruencia lesiva de la tutela judicial. Cuando se esgrime la pretensión penal, inclusa la pena concreta, ha de exigirse, a mi juicio, la misma correlación como consecuencia del sistema acusatorio.
2. Derecho a ser informado de la acusación y principio de contradicción
Pues bien, ese principio acusatorio como garantía cardinal se refleja ante todo, según se anticipó líneas atrás, en el derecho a ser informado debidamente de la acusación para permitir la defensa en juicio, carga informativa de quien acusa como secuela de la presunción de inocencia, cuyo contenido ha de comprender, no sólo el conocimiento de los hechos imputados, sino también de su calificación jurídica –delito–, así como de sus consecuencias reales y su incidencia en la libertad o el patrimonio del acusado, la pena, para cuya imposición y no para el mero reproche moral o social está organizado el proceso penal, así llamado, como el Derecho sustantivo, por ese castigo, sin que se agote en una mera declaración de antijuridicidad sino que sólo se perfecciona por la retribución en la cual consiste su elemento simétrico, la sanción, consecuencia necesaria de aquella. No parece bueno olvidar, menospreciándolo, el aspecto existencialmente más importante de la petición, la cuantía de la pena. La calificación jurídica del delito es cuestión importante para los jurisperitos y la jurisprudencia, pero accesoria para el acusado, a quien interesa simplemente por constituir el presupuesto de la determinación de su efecto material, importándole sobremanera y primordialmente cuánto tiempo haya de estar privado de libertad o de otros derechos, en cuya función se configura su actitud en el proceso y su estrategia defensiva. Por ello mismo la pena concreta es el núcleo central, el meollo de la pretensión punitiva como objeto del proceso penal, cuya ratio petendi es la calificación jurídica del hecho y de sus circunstancias objetivas y subjetivas. A su vez otro principio procesal, el de contradicción, exige, entre más factores, ese conocimiento completo y oportuno de la acusación para que su destinatario tenga la oportunidad de exculparse y ejercer su derecho a la defensa, por sí mismo o asistido de jurisperitos, abogado y procurador, derecho para cuya satisfacción no basta la mera designación de los correspondientes profesionales, siendo necesario que los así nombrados puedan proporcionar una asistencia real y operativa a sus patrocinados (right of effective representation), con un contenido real y la suficiente eficacia dialéctica, sin reducirla a un cumplimiento formulario más rito procesal que sustancia (STC 105/1999, de 14 de junio).
3. El derecho de defensa
En tal sentido la STC 53/1987, de 7 de mayo, explica que el principio acusatorio admite y presupone el derecho de defensa del imputado y, consecuentemente, la posibilidad de “contestación” o rechazo de la acusación. Permite en el proceso penal la posibilidad de la contradicción, vale decir la confrontación dialéctica entre las partes. Conocer los argumentos del adversario hace viable manifestar ante el Juez los propios, indicando los elementos de hecho y de Derecho que constituyen su base, así como, en definitiva, una actuación plena en el proceso. Así pues, “nadie puede ser condenado si no se ha formulado contra él una acusación de la que haya tenido oportunidad de defenderse de manera contradictoria, estando, por ello, obligado el Juez o Tribunal a pronunciarse dentro de los términos del debate, tal y como han sido formulados por la acusación y la defensa, lo cual, a su vez significa en última instancia que ha de existir siempre correlación entre la acusación y el fallo de la Sentencia” (SSTC 11/1992, de 27 de enero, FJ 3; 95/1995, de 19 de junio, FJ 2; 36/1996, de 11 de marzo, FJ 4), vinculando al juzgador e impidiéndole exceder los términos en que venga formulada la acusación o apreciar hechos o circunstancias que no hayan sido objeto de consideración en la misma ni sobre las cuales por lo tanto, el acusado haya tenido ocasión de defenderse (SSTC 205/1989, de 111 de diciembre, FJ 2; 161/1994, de 23 de mayo, y 95/1995, FJ 2). Sin embargo la correlación de la condena con la acusación no puede llevarse al punto que impida al juzgador el modificar la calificación de los hechos en tela de juicio con los mismos elementos que han sido o hayan podido ser objeto de debate contradictorio, posibilidad de la que en este caso no se hizo uso por lo que no merece más comentario aquí y ahora.
4. El contenido de la Sentencia Penal
En nuestro sistema judicial, tal y como lo vemos hoy, como producto del aluvión histórico de distintos materiales y en sucesivas épocas, donde se superponen –como los estilos en las catedrales– residuos del sistema inquisitivo y aportes del principio acusatorio, hay tres preceptos que indican cuál haya de ser el contenido de la Sentencia en las distintas modalidades del proceso penal y en sus distintos grados. Uno, cuya redacción procede de la versión originaria –1882– de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que seguía el modelo francés, inquisitivo, con raíces en el aborigen, también inquisitorial, el art. 742, donde se dice tan sólo que en ella “se resolverán todas las cuestiones que hayan sido objeto del juicio, “incluso las referentes a la responsabilidad civil”, condenando o absolviendo a los procesados no sólo por el delito principal y sus conexos, sino también por las faltas incidentales”, con el límite que marcaba el art. 885.1.4 –hoy 851.4– al socaire de la casación por infracción de Ley cuando se penare un delito más grave que el que haya sido objeto de la acusación, si el Tribunal no hubiera procedido previamente como determina el art. 733″. Otro es el art. 794.3 LECrim, donde se configura la eventual Sentencia a dictar por el Juez de lo Penal dentro del procedimiento abreviado en cuya virtud “la sentencia no podrá imponer pena que exceda de la más grave de las acusaciones”. El tercero, único que aquí y ahora interesa, aunque los tres formen parte del mismo grupo normativo, es el art. 902, que no permite “imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o a la que correspondería conforme a las peticiones del recurrente, en el caso de que se solicitase pena mayor”.
En el Tribunal Supremo hay dos corrientes jurisprudenciales, al respecto, que se solapan. Una de ellas, quizá predominante o mayoritaria, según sus propias palabras, predica que el principio acusatorio no impide que la Audiencia o el Juez impongan una pena superior a la solicitada por la acusación, bien remediando errores de ésta (si ha omitido solicitar penas forzosamente vinculadas al tipo en cuestión o ha pedido penas inferiores a las legalmente procedentes), bien haciendo uso de sus facultades legales de individualización dentro de los márgenes correspondientes a la pena legalmente determinada para el tipo delictivo objeto de acusación y debate en el proceso, pues el juez está sometido a la Ley y debe, por tanto, aplicar las penas que a su juicio procedan legalmente. Su función individualizadora, se dice, no está encorsetada por el límite cuantitativo marcado por las acusaciones, siempre que se mantenga en el marco punitivo señalado por la Ley. En tal sentido la correlación no se produce por el quantum de la pena sino por el título de la condena, pudiendo recorrerse aquella en toda su extensión, pero no imponer una pena superior en grado, salvo que utilizare la fórmula del art. 733 (art. 885.1.4 LECrim). Sin embargo otra tendencia se apoya en una lectura del art. 794.3 LECrim que lleva directamente, por su construcción gramatical, a la conclusión de que allí se veda la condena a una pena cuantitativamente mayor que la mas grave pedida por las acusaciones, no simplemente “distinta”, desde el momento en que utiliza el verbo exceder, equivalente a superar o sobrepasar en cabida o tamaño. En definitiva, la hermenéutica se mueve entre dos lecturas antagónicas, según se entienda por “pena” la prevista en abstracto para el correspondiente delito en el Código o la pena individualizada y concreta, cuantificada ya, que soliciten quienes acusan.
Pues bien, entre ambas tesis –”estas dos opuestas interpretaciones”– el Tribunal Supremo vino a optar en un momento dado por la segunda, “más correcta y acomodada” al texto del precepto desde la perspectiva de la función constitucional del proceso penal:
“… de modo que ha de entenderse que al dictar la sentencia en el mismo, la función individualizadora de la pena que al Tribunal corresponde encuentra su techo en el quantum de tal pena solicitada por la más grave de las acusaciones. Apoyan esta doctrina las técnicas propias de la labor interpretativa: a) la literal o gramatical ya que el concepto de ‘pena que exceda’ es distinto de el de ‘pena más grave’…; b) la lógica, ya que de un lado … resultaría contrario a las reglas del método legislativo incluir en un precepto aplicable tan sólo a una modalidad del procedimiento penal, algo que la ley venía diciendo para la generalidad del procedimiento de tal clase (art. 851.3), que es supletoriamente aplicable a aquel procedimiento especial y la doctrina venía aplicando a todo el proceso penal; y, de otro, parece razonable pensar que si lo que el número 3 del art. 794 pretendía era señalar los límites impuestos a la sentencia por el principio acusatorio, y, dentro de estos límites, al lado de la prohibición contenida en el último inciso de ‘condenar por delito distinto cuando este conlleve una diversidad del bien jurídico protegido o mutación esencial del hecho enjuiciado’, hubiera querido también establecer la prohibición de imponer pena más grave en grado o calidad, así lo hubiera dicho… y c) la sistemática, pues la interpretación que se acepta y se declara correcta es la que resulta más congruente con todo el sistema que inspira el procedimiento abreviado el que, entre otros principios, pretende potenciar el consenso, formulando y ampliando los términos de la conformidad del reo …; d) por último, esa interpretación o entendimiento de la regla 3 del art. 794 … es también la más acorde con los fines de ‘lograr en el seno del proceso penal … una mayor protección de las garantías del inculpado’” (STS 7 junio 1993).
No es esta una Sentencia aislada, como pone de manifiesto el análisis de la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo con arreglo a la técnica propia de el case law, que pone el peso específico en la relación causal directa entre el supuesto de hecho y la decisión judicial, ratio decidendi, dejando en la cuneta los obiter dicta o consideraciones a mayor abundamiento, si las hubiere, mera guarnición del guiso principal. En otras sentencias posteriores ha ido quedando claro cuándo y cómo se transgrede el principio acusatorio, sin que la realidad jurisprudencial coincida siempre con su exposición abstracta o genérica, aunque sí en más de una ocasión. Una primera STS de 7 de junio de 1993 entendió que la limitación legal contenida en el art. 794.3 LECrim, en cuya virtud “la sentencia no podrá imponer pena que exceda de la más grave de las acusaciones” tiene un sentido más restrictivo que no limita exclusivamente imponer pena de categoría superior (prisión menor en vez de arresto) sino cualquier quantum punitivo que exceda de lo solicitado. Por su parte, las SSTS de 30 de enero y 12 de septiembre de 1995 reconocieron que hubo “quebranto del principio acusatorio y de la congruencia por haberse impuesto una pena accesoria -el comiso- no pedida expresamente por el Fiscal, ni sometida por tanto a debate contradictorio previo, sin que baste al efecto la petición genérica de penas accesorias, como dijo también la STS de 18 de mayo de 1993. Así mismo, en otra de 26 de febrero de 1998, en “un supuesto peculiar”, el Tribunal Supremo considera también que infringe el principio acusatorio la condena por la Audiencia a una pena cuantitativamente superior a la pedida por el Fiscal, aunque lo hiciera dentro del marco legal determinado para el delito, condena “difícilmente conciliable con la limitación prevenida en el art. 794. 3 LECrim”. A su vez, ese mismo año, otra STS de 30 de diciembre consideró que vulneraba el principio acusatorio una Sentencia que había impuesto al acusado tres penas de igual extensión y naturaleza que la única pedida por la acusación particular.
5. El principio acusatorio en la casación
En definitiva, el juez penal no debe legalmente, ni constitucionalmente puede, imponer una pena mas extensa cuantitativamente, aun cuando estuviere dentro del marco punitivo del Código, que la pedida por el Fiscal o las demás acusaciones si las hubiere, sea cualquiera el procedimiento o el grado jurisdiccional, con o sin el planteamiento de la tesis que permite el art. 733 LECrim, concebido como válvula de seguridad del sistema acusatorio por quien lo instauró hace más de un siglo. Sin embargo de esta declaración general, la incógnita a despejar en esta sede constitucional no comprometía el ámbito entero del principio acusatorio y estaba circunscrita a una situación muy concreta. Efectivamente, la Sentencia impugnada se pronunció en un recurso de casación, a instancia del Fiscal y habiéndose aquietado la condenada, para cuya ocasión el precepto idóneo era el 902 LECrim, en cuya virtud la llamada segunda Sentencia, que una vez casada la de instancia ha de dictar el Tribunal Supremo por un puro principio de economía procesal, evitando así el reenvío, no tendrá “más limitación que la de no imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o a la que correspondería conforme a las peticiones del recurrente, en el caso de que se solicitase pena mayor”.
Es evidente que el principio acusatorio ha de guiar el proceso penal en todas sus modalidades, incluso el juicio de faltas (STC 319/1994, de 28 de noviembre) y en cualquiera de todas sus instancias (STS 83/1992, de 28 de mayo), cuando haya apelación y, por supuesto, en la casación, donde el sedicente agravio constitucional se ha producido en este caso. El planteamiento ha de ser, sin embargo, distinto según las etapas procesales, cada una de las cuales tiene su propia regulación, aun cuando en el contenido de la Sentencia coincidan textualmente los preceptos correspondientes (arts. 742, 794.3 y 902 LECrim) no obstante las encontradas interpretaciones como hemos visto. Ahora bien, entre la posición de los juzgadores respectivos en el juicio oral y en sede casacional se dan diferencias muy importantes dentro del plano de la legalidad que trascienden para encontrar una dimensión constitucional. La Audiencia Provincial o el Juez de lo Penal que presiden y presencian el desarrollo del juicio, con la más absoluta inmediación, pueden -a la vista del acervo probatorio- sugerir a las partes, sin prejuzgar el fallo, que reconsideren la calificación jurídica de los hechos, y sólo ella, sin extenderse a las circunstancias modificativas de la responsabilidad ni a la participación de cada uno de los procesados, cuando apreciaren un “manifiesto error” en la propuesta por alguna de las partes, abriendo para ello un debate contradictorio (art. 733 LECrim), duda metódica del juzgador que éste sólo podrá utilizar en su Sentencia, por cierto, si fuere asumida por alguna de las partes en el proceso y la propugnare. Esta posibilidad de plantear la llamada “tesis” en el argot o terminología forense está vedada en la casación, donde no se da inmediación alguna y la Sala Segunda juega con un relato de los hechos ajeno, como dato y no como incógnita, constriñéndose su función a la mera declaración de lo que sea el Derecho, sustantivo o formal, para el caso concreto, sin que -por lo tanto- al dictar la segunda Sentencia ejerza una “plena jurisdicción” como a veces se dice con cierta inexactitud.
Le está vedada, pues, en tal coyuntura la individualización de la pena para cuya operación carece de elementos de juicio. En efecto, la valoración de la prueba en su conjunto es función privativa del juzgador de instancia, de quien preside la secuencia completa, el desarrollo del juicio oral. Sólo se puede saber si un testigo o un perito, o el mismo acusado, mienten o dicen la verdad mirándoles a los ojos, oyendo el tono de su voz y observando sus gestos. Esto es lo que en el lenguaje forense se conoce por inmediación y pone de relieve el carácter presencial de los medios de prueba más importantes y frecuentes (el testimonio, la pericia y la inspección ocular) practicados ante Jueces profesionales con suficiente experiencia bajo el fuego graneado del interrogatorio cruzado y la crítica del testimonio, propios aquel y ésta del principio de contradicción. El Tribunal Supremo carece, como tal institución y precisamente por serlo, de esa experiencia, aunque puedan tenerla muchos de sus componentes, y el conjunto de la prueba es para él una pila de papeles sin vida, transcripciones incompletas de palabras disecadas. Solo se puede tomar la medida de la culpa de quien se condena para adaptar la pena a su persona teniéndole delante y conociendo, hasta donde resulte posible, su biografía procesal. Consciente de ello, como no podía ser menos, el propio Tribunal Supremo ha autolimitado su potestad correctora y ha dicho, en consecuencia, que “no es revisable en casación la determinación de la pena verificada por el Tribunal de instancia en ejercicio de su arbitrio, concedido por el legislador, siempre que se motive de forma suficiente la individualización y que las razones dadas para llegar a la misma no sean arbitrarias” (STS 14 de mayo de 1999).
6. La imparcialidad del juez
Una última perspectiva, desde la posición constitucional del juzgador, pone de manifiesto que su imparcialidad se ve disminuida por cualquier actuación ex officio, al menos en su apariencia y, sobre todo, cuando tercia espontáneamente en el debate y ejercita su potestad para imponer una pena más gravosa que la pedida por la acusación, con la misma calificación jurídica, sin que previamente las partes hayan tenido siquiera la oportunidad real de debatir esa “tercera opinión”, rompiendo su hieratismo o su indiferencia institucionales. Desde este punto de partida se hace necesario dar un paso más para reforzar y garantizar al máximo esa cualidad socrática del juez situado “por encima de las partes acusadoras e imputadas, para decidir justamente la controversia determinada por sus pretensiones en relación con la culpabilidad o la inocencia” (SSTC 54/1985, de 18 de abril, FJ 6, y 225/1988, de 28 de noviembre, FJ 1). Hoy, cuando ya está fuera de cualquier polémica la necesaria separación de las funciones instructora y enjuiciadora, desde las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los conocidos casos Piersack y De Cubber, conviene avanzar paso a paso en esa senda para ir tallando más facetas en esa característica, esencia de lo judicial. No parece dudosa ni problemática la exigencia de que el juez sea totalmente ajeno al litigio, sin jugarse nada en él, por estar supraordenado a los litigantes, como revela la misma etimología del nombre, magistrado, el que está por encima en el estrado, sin bajar de estos a la arena para ser “Juez y parte”.
La raíz del principio acusatorio conecta aquí, por tanto, con la imparcialidad como requisito determinante de la misma existencia de un proceso en el cual el juzgador no pueda nunca asumir funciones de parte ni una posición partidista o partidaria. El monopolio de la acción penal por el Fiscal y los demás acusadores pretende excluir la posibilidad de que quien haya de fallar prejuzgue en cierto modo el fallo, formulando de oficio la acusación con el peligro de que se anticipe así “el pensamiento, la opinión, el juicio formulado por el Tribunal, que de este modo desciende a la arena del combate para convertirse en acusación”, como escribía el autor de la exposición de motivos tantas veces traída a colación, que remachaba así: “No, los Magistrados deben permanecer durante la discusión pasivos, retraídos, neutrales a semejanza de los Jueces de los antiguos torneos, limitándose a dirigir con ánimo sereno los debates”. Un proceso penal, en fin, con sus protagonistas clásicos formando un triángulo donde el vértice superior lo ocupe el Juez, equidistante de los dos ángulos inferiores, al mismo nivel, acusador y acusado, Fiscal y Abogado defensor, sin permitir que quiebre la posición impasible y ecuánime de aquél ni que, desde el distanciamiento inherente a quien haya de juzgar, se mezcle y contamine en la contienda, con un evidente prejuicio como es el que le lleva a dar por sí y ante sí más de lo pedido, suplantando a las acusaciones con detrimento de su independencia (STC 134/1986, de 29 de octubre, FJ 1). Si al Fiscal corresponde constitucionalmente la defensa de la sociedad desde la perspectiva de la ley, el Juez tiene una primaria función de garantía (arts. 53 y 117.4 CE), por lo que es la primera línea de defensa de los derechos fundamentales, como ha dicho este Tribunal Constitucional siempre que ha tenido oportunidad de hacerlo. Si esto es así, y lo es, con carácter genérico, su exigencia resulta aun más intensa en los grados procesales más altos pero también más angostos.
7. Recapitulación
Lo dicho hasta aquí pone de manifiesto que la Sentencia impugnada, cuya parte dispositiva aumentó en dos años sin previo aviso ni razonamiento alguno la pedida por el Fiscal a lo largo del proceso en sus dos grados, no obstante coincidir en los hechos y en su calificación como delito inclusa la circunstancia agravatoria específica, ha rebasado el límite intrínseco del principio acusatorio por haber tocado varias de sus piezas. En tal coyuntura nuestra STC 12/1981, de 10 de abril, parece suficientemente expresiva al respecto y marcó el único rumbo que en esta singladura nos puede llevar a buen puerto. Allí se dijo, en efecto, que el recurso de casación por infracción de Ley se mueve, respecto a la calificación de los hechos, en límites aún más restringidos. El Tribunal Supremo no puede imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o, en su caso, a la que solicite el recurrente cuando éste pida una pena superior a aquélla, sin que pueda hacerse uso de una facultad análoga a la que el citado art. 733 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal concede a las Audiencias y Jueces de lo Penal (art. 902 LECrim), residuo del sistema inquisitivo. Por su parte, y en el mismo sentido, el propio Tribunal Supremo ha entendido que sólo puede confirmar la Sentencia recurrida o acceder a la petición del recurrente y, por ello, ni siquiera en el caso de llegar a la convicción de que fuere correcta una calificación jurídica distinta pero homogénea, procedería “de oficio reformar in peius” la decisión impugnada, sino mantener los efectos punitivos de la calificación primitiva (STS de 10 de febrero de 1972, entre otras). En definitiva, lo dicho hubiera llevado directamente a la concesión del amparo constitucional, no sólo por una deficiente motivación, sino por haberse cruzado la raya del sistema acusatorio.
Esto es todo.
Dado en Madrid a diez de abril de dos mil.