SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 77/2000, 27 DE MARZO Jurisprudencia Informatica de

SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 77/2000, 27 DE MARZO

La Sala Segunda del Tribunal Constitucional, compuesta por don Carles Viver Pi-Sunyer, Presidente, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Vicente Conde Martín de Hijas y don Guillermo Jiménez Sánchez, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

S E N T E N C I A

En el recurso de amparo núm. 3904/94, interpuesto por don Jorge Isaac Vélez Garzón, representado por la Procuradora de los Tribunales doña Yolanda García Hernández y con la asistencia letrada de don Jesús Casado Francés, contra la Sentencia de 26 de junio de 1993 dictada por la Sección Segunda de la Audiencia Nacional en la causa 8/1992 del Juzgado Central de Instrucción núm. 5, y contra la dictada el 31 de octubre de 1994 por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en casación de la misma causa. En el proceso de amparo ha intervenido el Ministerio Fiscal. Ha sido Ponente el Magistrado don Rafael de Mendizábal Allende, quien expresa el parecer de la Sala.

I. Antecedentes

1. Por escrito presentado en este Tribunal el día 2 de diciembre 1994 la Procuradora de los Tribunales doña Yolanda García Hernández interpuso, en nombre y representación de don Jorge Isaac Vélez Garzón, el recurso de amparo de que se hace mérito en el encabezamiento, y en la demanda se nos cuenta que en el Juzgado Central de Instrucción núm. 5 de la Audiencia Nacional se siguió el sumario núm. 8/1992 contra el hoy recurrente y otros por distintos delitos (tráfico de drogas, contrabando, receptación, falsedad, delito monetario, etc.), que una vez concluido fue remitido a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional (rollo de Sala núm. 12/92). Celebrado el juicio oral, la Sección Segunda de la Audiencia Nacional dictó Sentencia el 26 de junio de 1993, en la que condenó al hoy recurrente como autor de un delito contra la salud pública (tráfico de drogas), a las penas de once años de prisión mayor y multa de 105.000.000 pesetas, con treinta días de arresto sustitutorio en caso de impago. La Sentencia no fue recurrida por el hoy recurrente y fue declarada firme por la Audiencia Nacional en Auto de 26 de junio de 1993. La declaración de firmeza fue dejada posteriormente sin efecto en virtud del recurso de queja interpuesto por el Ministerio Fiscal. Contra dicha Sentencia interpuso recurso de casación el Ministerio Fiscal (recurso núm. 1265/93), en el que denunció, en relación con la condena de la hoy recurrente, entre otros motivos, la inaplicación del art. 344 bis b) del Código Penal. En Sentencia de 31 de octubre de 1994 el Tribunal Supremo estimó el recurso interpuesto por el Ministerio Fiscal y apreció la concurrencia de la agravación prevista en el art. 344 bis b) del Código Penal, Texto refundido de 1973, imponiéndole las penas de veinte años de reclusión menor y multa de ciento setenta millones de pesetas.

En la demanda de amparo se invoca la vulneración de los derechos a la igualdad (art. 14 CE), al secreto e inviolabilidad de las comunicaciones (art. 18 CE), a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE), a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) y del principio acusatorio (art. 24.2 CE). La queja de violación del secreto de las comunicaciones se basa en que las cintas no fueran reproducidas en el juicio oral a pesar de que había sido solicitada la «prueba» de audición, adhiriéndose así a lo pedido por las demás partes. Y, por ello, solicitó la nulidad de las intervenciones, y se adhirió a la impugnación de las transcripciones telefónicas, que se hizo en el juicio oral durante la práctica de la prueba documental y pericial. La infracción del derecho a obtener la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) se imputa a la decisión de la Audiencia de Nacional de tramitar el recurso de queja formulado por el Ministerio Fiscal contra el Auto de 11 de octubre de 1993, que había declarado firme la Sentencia de instancia para los condenados que no habían recurrido en casación, entre ellos el hoy recurrente. Según se aduce en la demanda, el recurso de queja era improcedente porque dicho recurso sólo está previsto contra los Autos denegatorios del recurso de casación anunciado (art. 858 LECrim). La infracción del derecho a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) se basa en que en el proceso no quedo acreditado que el recurrente perteneciera a organización alguna dedicada al tráfico de drogas, pues su única vinculación es una supuesta llamada que hizo a un «Mensatel», propiedad de otro procesado en rebeldía, cuando en este servicio de telefonía queda registrado sólo el mensaje pero no se puede saber quien realizó la llamada.

La infracción del principio acusatorio (art. 24.2 CE) se achaca a la Sentencia de casación del Tribunal Supremo por imponer una pena superior a la pedida por el Ministerio Fiscal. En concreto se denuncia que, en el juicio oral, tanto el Ministerio Fiscal como las acusaciones solicitaron para el recurrente las penas de dieciocho años de reclusión menor por delito de tráfico de drogas de los arts. 344, 344 bis a), números 3 y 6, y 344 bis b) del Código Penal y que la Sentencia de instancia le impuso por dicho delito la pena de once años de prisión mayor al no considerar de aplicación la agravante del art. 344 bis b) CP. El Ministerio Fiscal interpuso recurso de casación solicitando la pena pedida en la instancia. El recurso fue estimado por el Tribunal Supremo y, en la segunda Sentencia, condenó al recurrente a la pena de veinte años de reclusión menor, con infracción del principio acusatorio y de lo dispuesto en el art. 902 LECrim.

La infracción del principio de igualdad (art. 14 CE) se imputa, en primer término, al hecho de no haber accedido a la vía casacional en condiciones de igualdad con el resto de los procesados. En segundo término, al cambio de criterio del Tribunal Supremo en lo referente a la validez de las intervenciones telefónicas, ya que la Sentencia de casación se aparta sin motivación de la anterior y hasta entonces pacífica doctrina jurisprudencial. Por último, porque el Tribunal Supremo aplica el tipo agravado del art. 344 bis b) del Código Penal, a pesar de que en los hechos probados se declara que el recurrente no tuvo función directiva alguna dentro de la organización y que el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 21 de septiembre de 1994, dictada en un caso similar, se pronunció en sentido contrario y estimó que, al no acreditarse las categorías de jefes, administradores o encargados de la organización para la que trabajaban, no se aplicó la agravación prevista en el art. 344 bis b). En atención a lo expuesto el recurrente solicitó el otorgamiento del amparo y la declaración de nulidad de las Sentencias recurridas. Por otrosí solicitó la suspensión de la ejecución de la condena durante la tramitación del recurso de amparo con base en el art. 56 LOTC.

2. La Sección Primera, por providencia de 30 de enero de 1995, acordó, de conformidad con lo dispuesto en el art. 50.3 LOTC, conceder al demandante de amparo y al Ministerio Fiscal el plazo de diez días para formular alegaciones en relación con la concurrencia del motivo de inadmisión consistente en carecer la demanda manifiestamente de contenido que justifique una decisión por parte del Tribunal (art. 50.1.c LOTC). Posteriormente, una vez presentados los escritos de alegaciones, en los que la representación del recurrente y el Fiscal solicitaron la admisión y la inadmisión de la demanda, respectivamente, la Sección Cuarta de la Sala Segunda –a quien le correspondió el conocimiento de la causa, de conformidad con lo dispuesto en el art. 3 del Acuerdo del Pleno del Tribunal de 25 de abril de 1995–, por providencia de 29 de mayo de 1995 acordó admitir a trámite la demanda. Asimismo, en aplicación de lo dispuesto en el art. 51 LOTC, acordó dirigir atenta comunicación a la Sección Segunda de la Audiencia Nacional interesando la remisión de las actuaciones correspondientes al rollo núm. 12/92, dimanantes del sumario 8/1992 del Juzgado Central de Instrucción núm. 5, y el emplazamiento a quienes hubieren sido parte, a excepción del recurrente, en el proceso judicial para que pudiesen comparecer en el presente proceso constitucional.

3. Por escrito presentado el 23 de junio de 1995 la Procuradora de los Tribunales doña Yolanda García Hernández solicitó su personación en nombre y representación de doña Isabel Osorio Ramírez. Por providencia de 28 de septiembre de 1995 la Sección acordó no tener por personada y parte en el procedimiento a la Procuradora doña Yolanda García Hernández, en nombre y representación de doña Isabel Cristina Osorio Ramírez, por ostentar la misma situación procesal que el recurrente en amparo y haber transcurrido el plazo que la Ley Orgánica del Tribunal establece para recurrir. Asimismo acordó dar vista de las actuaciones recibidas en el recurso de amparo núm. 3775/94 a la parte recurrente y al Ministerio Fiscal, por plazo común de veinte días, para presentar las alegaciones que estimaren oportunas.

4. La representación del recurrente, por escrito presentado el 26 de octubre de 1995, dio por reproducidas todas las alegaciones de la demanda.

5. Por escrito presentado el 26 de octubre de 1995 el Ministerio Fiscal manifestó que en las actuaciones remitidas constaban sólo las procedentes del Tribunal Supremo, faltando las diligencias sumariales y las correspondientes al rollo de Sala de la Audiencia Nacional, por lo que solicitó, al amparo del art. 88.1 LOTC, recabar la documentación referida antes de evacuar el trámite de alegaciones.

6. Por providencia de 18 de enero de 1996 la Sección, en atención a la extensión de las actuaciones en relación con el tiempo que se tardaría en obtener testimonio de ellas y a la dilación en la resolución del presente proceso que ello supondría, así como, en el caso de que fuesen remitidas las actuaciones originales, a lo gravoso de su transporte y de la ubicación en local adecuado en la sede del Tribunal, acordó conceder un nuevo plazo de veinte días al Ministerio Fiscal y las demás partes personadas para efectuar las alegaciones, con la posibilidad de examinar las actuaciones en el lugar de su ubicación en la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

7. El Ministerio Fiscal, en su escrito de alegaciones, presentado el 28 de febrero de 1996, interesó la denegación del amparo por no resultar del proceso la lesión de los derechos fundamentales que sirven de apoyo a la demanda. En efecto, luego de exponer los hechos de los que trae causa el recurso, y la doctrina acerca de la validez probatoria de las intervenciones telefónicas, la exigencia de que la intervención esté sometida a los principios de legalidad, proporcionalidad y autorización judicial específica y razonada, y la necesidad de su reproducción en el acto del juicio oral, el Fiscal razonó la desestimación del recurso con base en los siguientes razonamientos, sucintamente expuestos:

a) El primer Auto de efectiva operatividad de intervenciones telefónicas fue dictado por el Juzgado Central de Instrucción núm. 5 el 23 de noviembre de 1990 (folio 285), resolución ésta debidamente motivada y que se adopta a la vista de las actuaciones judiciales seguidas en el mismo Juzgado en otro procedimiento sumarial ya en marcha (sumario 13/90, seguido contra José Ramón Prado Bugallo, por posible delito de tráfico de drogas). Con posterioridad se adoptan otras intervenciones relativas a personas concretas, sobre números telefónicos bien determinados, por plazo cierto (generalmente de un mes), que son objeto de prórroga en su caso, siempre mediante Auto, y para la específica investigación judicial de delitos de narcotráfico, concretadas en diversas resoluciones judiciales de intervención que obran a los folios 296, 299, 542, 545, 580, 583, 586, 587, 611, 629, 712, 715 y 724 del sumario 8/1992). En todos los casos se procedió a la contrastación por el Secretario judicial de las cintas recibidas con sus respectivas transcripciones, que obran a los folios 313, 369, 431, 433, 473, 487, 494, 516, 539, 605 y 706 del mencionado sumario. Las exigencias de los principios de legalidad y proporcionalidad no presentan –a juicio del Fiscal– mayores dificultades, a la vista la gravedad de los delitos imputados, la complejidad de la organización delictiva, que exigía como único medio posible de investigación la intervención telefónica de diversos números, la fijación de plazos taxativos, y su prórroga, acordada siempre de conformidad con las garantías constitucionales.

b) En cuanto al control judicial, todas las transcripciones se encuentran adveradas por el Secretario judicial, y el hecho de que algunas conversaciones se produjeron en griego, francés, catalán y gallego, sin que conste la intervención de intérprete para su transcripción, carece de relevancia, tal como razona el Tribunal Supremo en la Sentencia de casación. Primero, porque las conversaciones en griego no aparecen transcritas de ninguna forma y no fueron objeto de valoración judicial. Segundo, porque, en los demás casos, «tratándose de lenguas romances o neolatinas, nada ha impedido al fedatario que haya podido contrastar lo oído con lo transcrito en castellano, pues en el sentido coloquial y no estrictamente literario son entendidas por muchos españoles». En cualquier caso se trata de un problema de fe pública judicial, que es ajeno a la competencia del Tribunal Constitucional.

c) Por lo que se refiere a la queja de que las transcripciones no recogen la totalidad de las cintas grabadas, aparte de que la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sólo exige la síntesis de lo grabado, lo cierto es que la Sentencia de casación aclara que todas las conversaciones telefónicas fueron transcritas, salvo en tres supuestos: las que no llegaron a intervenirse por cuestiones técnicas, las que carecían de interés y aquellos otros casos en que no ha existido propiamente conversación.

d) Las cintas, cassetes y demás pruebas de convicción se recibieron en la Sala al inicio de las sesiones del juicio oral, con lo que pudieron ser objeto de contradicción, y en el juicio oral depusieron diversos peritos, que afirmaron la validez de las cintas y su autenticidad. Aunque consta tan solo que parte de las cintas obrantes en el momento del juicio eran las originales, de lo que puede deducirse que el resto eran copias, no puede perderse de vista que la finalidad del control judicial de las bobinas originales es la de evitar su manipulación, trucaje y distorsión (STC 190/1992). La existencia de dictámenes periciales que adveran la falta de manipulación de las cintas y la autenticidad de las voces de los intervinientes en las conversaciones cubre el necesario control judicial. En cualquier caso, nada se alega respecto de qué tipo de consecuencias negativas para el solicitante de amparo podría tener el hecho de que las cintas no sean las originales, pues ni se denuncia la falta de garantías que pudiera tener tal omisión ni se aduce aspecto concreto alguno del que pueda deducirse algún atisbo de indefensión para el recurrente.

e) La falta de audición en el juicio oral de las cintas que contenían las grabaciones telefónicas no supone lesión del derecho fundamental a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa ni tampoco afecta al valor probatorio de las transcripciones. En primer término, las razones dadas por la Audiencia Nacional para denegar la práctica de tal prueba –porque la vista oral se hubiera visto dilatada innecesariamente y porque ya existían transcripciones de las cintas cuya lectura en el juicio oral eran factible– resultan más que suficientes para justificar la denegación. En segundo término, contra la resolución que denegó la práctica de la prueba, el recurrente no formuló protesta alguna para preparar, en su caso, el recurso de casación (art. 659.4 LECrim), lo que motivó que el Tribunal Supremo inadmitiera el motivo de casación en el que se planteó esta concreta queja. Concurre, por tanto, la causa de inadmisibilidad consistente en la falta de agotamiento de los recursos en la vía judicial. Por último, hay que tener en cuenta que en el juicio oral se dio lectura a los folios que contenían las transcripciones de las cintas, en su parte sustancial, con la consiguiente contradicción, y que la audición de las cintas en el acto del juicio oral no forma parte de los requisito exigibles para la validez de la prueba (STC 128/1988) y puede ser perfectamente sustituida por la reproducción de los folios que incorporan las transcripciones.

f) Por último tampoco se aprecia infracción del principio acusatorio por la imposición por el Tribunal Supremo de una pena superior a la pedida por el Fiscal, pues la elevación de las penas deriva de las subidas acumulativa que proceden de la nueva calificación jurídica, por la apreciación de la agravante especifica de extrema gravedad [art. 344 bis b) CP], razón por la cual la pena impuesta (20 años) ha entenderse como legalmente procedente.

g) Por lo que se refiere a la alegada quiebra del principio de igualdad, ésta se pretende basar en el apartamiento inmotivado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de sus propios precedentes jurisprudenciales. Pero los supuestos de hecho de cada Sentencia son distintos, así como los componentes de cada Sección, lo que impide un tertium comparationis válido.

h) En cuanto a la queja del recurrente de haber sufrido indefensión, como consecuencia de la decisión de la Audiencia Nacional de admitir el recurso de queja interpuesto por el Fiscal contra el auto de firmeza de la Sentencia de instancia, ninguna objeción puede ponerse, ni al hecho de la admisión a trámite, ni a la estimación del recurso de queja por parte de la Sala. De otra parte, además, el recurrente intervino posteriormente en el recurso de casación y pudo impugnar el recurso del Fiscal, tanto de forma escrita como en la vista oral, tal y como se hace constar en la Sentencia de casación.

i) Por último, la invocación del art. 24.2 CE, en sus vertientes de derecho a la defensa y a un proceso público con todas las garantías, o se encuentran embebidas en los apartados anteriores, o se trata de meras alegaciones retóricas sin fundamentación en la demanda de amparo.

8. Con fecha 14 de mayo de 1996 el Magistrado Ponente dirigió escrito al Presidente de la Sala donde solicitó, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 221 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que se le tuviera por apartado del conocimiento de este recurso de amparo, escrito que se elevó al Presidente de este Tribunal, quien, el 11 de junio de 1996, comunicó al de la Sala que el Pleno, después de oído el parecer unánime de los Magistrados componentes de éste, había acordado no dar lugar a la abstención. Por providencia de 22 de julio de 1996 la Sección acordó incorporar testimonio de la anterior comunicación al procedimiento y notificarla a las partes.

9.- Por Auto de 3 de julio de 1995, dictado en la pieza separada de suspensión, la Sala acordó denegar la suspensión solicitada.

10.- Por providencia de 23 de marzo de 2000 se señaló para la deliberación y votación de la presente Sentencia el siguiente día 27 del mismo mes y año.

II. Fundamentos jurídicos

1. El presente recurso se interpone contra tres Sentencias, una dictada el 26 de junio de 1993 por la Sección Segunda de la Audiencia Nacional en causa instruida por el Juez Central núm. 5, y dos más, pronunciadas el 31 de octubre de 1994 en casación por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo condenando al demandante como autor de un delito contra la salud pública (tráfico de drogas). En la demanda se alega la vulneración de los derechos al secreto e inviolabilidad de las comunicaciones (art. 18.3 CE), a obtener la tutela judicial efectiva, a la presunción de inocencia, a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa, así como de los principios acusatorios (art. 24.1 y 2 CE) y de igualdad (art. 14 CE). El Ministerio Fiscal, por el contrario, pide la desestimación del recurso por entender que ninguna de las quejas y alegaciones contenidas en la demanda pueden servir como fundamento de la pretensión de amparo.

En definitiva y una vez expuesto el objeto procesal en sus distintas facetas, queda claro que en él se remejen una serie de incógnitas que dejaron de serlo por obra y gracia de tres Sentencias nuestras muy recientes. Dos de ellas, las SSTC 236/1999, de 20 de diciembre, y 237/1999, de 20 de diciembre, pronunciadas por esta misma Sala, y otra, la 59/2000, de 2 de marzo, que el Pleno ha dictado hace unos días. Todas ellas enjuician aspectos constitucionales comunes por incidir en un único proceso (sumario núm. 8/92 instruido por el Juez Central de Instrucción núm. 5, rollo de Sala núm. 12/92 y recurso de casación núm. 1265/93), y contemplar una misma Sentencia, aun cuando desde la perspectiva individual de cada uno de los muchos condenados en ella. Es claro que donde hay la misma razón debe haber el mismo derecho y, por tanto, que esta Sentencia de hoy, no hace sino reproducir las distintas respuestas ya dadas a las mismas preguntas en la parte que concierne a cada una de ellas.

2. Una vez desbrozado así el camino, pero antes de emprenderlo, no está de más anticipar aquí y ahora, alterando el esquema del planteamiento, que dos de las quejas con apoyo en el principio de igualdad carecen notoriamente de consistencia, tanto la que se basa en el acceso a la vía casacional, que se produjo con la más absoluta corrección procesal como aquélla cuyo motivo es la conclusión sobre la validez de las intervenciones telefónicas, que respeta la doctrina jurisprudencial al respecto. El alegato sobre el apartamiento del Tribunal Supremo de su propia doctrina se desvanece con la simple lectura de la Sentencia impugnada en la que se citan sus propios precedentes y se atiene a ellos en lo que respecta al régimen de validez de las grabaciones telefónicas. Por otra parte la respuesta no puede ser otra que la dada a la misma cuestión en nuestra STC 59/2000, con la sola variación de las circunstancias atinentes al demandante en este proceso. En efecto, se aduce que el Tribunal Supremo condenó a quien nos demanda amparo como autor de un delito de tráfico de drogas, no habiéndose seguido en este caso el criterio sentado para otro semejante en la Sentencia de 21 de septiembre de 1994. Pues bien, como reiteradamente ha declarado este Tribunal, la sedicente violación del principio de igualdad en la aplicación de Ley es un concepto relacional que requiere la presencia de dos elementos esenciales, un término válido de comparación que ponga de manifiesto la identidad sustancial de los supuestos o situaciones determinantes, y que se haya producido un cambio de criterio inmotivado o con una motivación intuitu personae, siempre que, además, se den ciertos requisitos, entre los cuales está, por una parte, que las resoluciones cuya contradicción se predica provengan del mismo órgano judicial.

Puestas así las cosas, el análisis comparativo muestra que la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de 21 de septiembre de 1994, ofrecida como término de referencia para demostrar el tratamiento desigual del que se queja, contemplaba el caso de un grupo organizado dedicado a la distribución de cocaína algunos de cuyos miembros –los allí y entonces enjuiciados– no ejercían cargo o puesto directivo o relevante como jefes, administradores o encargados de la trama difusora de la droga, sin que, en consecuencia, pudieran ser incluidos en el tipo agravado del art. 344 bis b) del Código Penal, Texto refundido de 1973. Por esa sola cualidad, una vez excluida, reconduce el tema a determinar qué haya de entenderse por conductas de «extrema gravedad» para su eventual aplicación al caso como agravante específica prevista para esa misma figura delictiva tipo con carácter alternativo. En tal sentido la Sentencia ofrecida como término de comparación considera que la «notoria importancia» de la cantidad de droga, elemento incluido en el art. 344 bis a) 3, no coincide con esa «extrema gravedad» del art. 344 bis b), sin que, se añade, la aplicación de esta última modalidad agravatoria pueda constituirse, sin más, en un nuevo escalón punitivo, corrector automático de aquella primera agravación, debiendo reservarse para casos verdaderamente excepcionales o extremos. En el que nos ocupa no se estima determinante para ello la mera cuantía del alijo (261 kilos) y en definitiva, se niega a «sustituir el razonado argumento de la Sala de instancia por otro que supondría una muy considerable incrementación de la pena –dice–, sin disponer esta Sala, como dispuso el juzgador a quo, de una serie de elementos, que en ocasiones sólo la inmediación concede, a efectos de aplicar la modalidad agravada ya citada».

Sin embargo la Sentencia de la misma Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, ahora impugnada, no funda la extensión de la pena de quien resulta condenado en el desempeño por él de jefatura o de cualquier otra función directiva en la organización criminal, pues la Sentencia no introduce referencia alguna a su hipotética participación directiva, sino que se hace sobre la base de la valoración de ciertas circunstancias, tales como «la cuantía del alijo ocupado, la pureza y actuación organizativa», que, una vez ponderadas, permiten llegar a la conclusión, siguiendo la doctrina jurisprudencial, de que es evidente la «extrema gravedad» de la conducta, y, en consecuencia, hacen aplicable el tipo penal agravado del art. 344 bis b), no sólo por la cantidad de la droga interceptada –120 gramos de cocaína–, sino por otros elementos cualitativos que, como se ha dicho, fueron la naturaleza del alijo, la gran pureza de la sustancia y la actuación planificada que en la propia Sentencia se describe. Recordando que en la Ley Orgánica 1/1988, de reforma del Código Penal en materia de tráfico ilegal de drogas, se señala que el incremento del rigor penal se efectúa, precisamente, desde el respeto del elemental principio de justicia consistente en tratar de manera distinta aquello que es diferente.

Por consiguiente resulta claro que no se han dado respuestas judiciales contradictorias, como se pretende en la demanda al poner en relación la Sentencia ahora impugnada con otra anterior de la misma Sala del Tribunal Supremo, que en ningún momento ha quebrado su línea jurisprudencial al respecto en la interpretación de la norma penal aplicada. Los hechos determinantes de ambos pronunciamientos eran distintos, aunque se alcanzaran con un mismo criterio hermenéutico. Por lo demás, en la Sentencia aquí en tela de juicio se razona extensa y minuciosamente la aplicación de la circunstancia agravante específica, no siendo misión del Tribunal Constitucional censurar la interpretación de la Ley ni revisar la estructura de las decisiones judiciales, aun cuando lo sea comprobar si existe motivación suficiente por medio de un discurso coherente propio de la lógica jurídica con objetividad y sin error notorio que lo ensombrezca.

3. Puestos ya en el ámbito del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, el primero de los agravios de que se duele el demandante estriba en haberse tramitado, sin su audiencia, el recurso de queja que el Fiscal interpuso contra el Auto dictado el 11 de octubre de 1997 por la Sala de lo Penal (Sección Segunda) de la Audiencia Nacional, donde se declaró firme su Sentencia respecto de los condenados que no la hubieran impugnado en casación. Nada mejor que transcribir textualmente la argumentación que al respecto utilizamos en nuestra STC 59/2000 en cuya virtud esta alegación en modo alguno puede servir como fundamento de la pretensión de amparo, para cuyo rechazo a limine bastaría la consideración de que, dilucidar si contra ese Auto procedía, o no, tal recurso de queja es una cuestión que no rebasa el ámbito estricto de la legalidad procesal, sobre la cual ningún pronunciamiento corresponde hacer a este Tribunal. Por otra parte, un examen de las actuaciones pone de manifiesto, en primer término, que la inicial declaración de firmeza hecha por la Audiencia Nacional, para los condenados que no habían recurrido en casación se hizo con olvido de la circunstancia notoria de que la Sentencia sí había sido recurrida por el Ministerio Fiscal aun cuando lo fuera parcialmente en relación con algunos de esos condenados, entre ellos la hoy recurrente, error manifiesto por el que fue posteriormente corregido. Conviene recordar, en este sentido, que es reiterada doctrina de este Tribunal que no toda infracción procesal enerva siempre y automáticamente la efectividad de la tutela judicial como derecho fundamental, pues la indefensión proscrita constitucionalmente es tan sólo aquélla que coarte, obstaculice o haga imposible la defensa de sus derechos e intereses legítimos en la esfera del proceso (entre otras, SSTC 230/1992, de 14 de diciembre, 106/1993, de 22 de marzo, 185/1994, de 20 de junio, 1/1996, de 15 de enero, y 89/1997, de 5 de mayo). En este sentido, bajo la invocación del derecho a obtener la tutela judicial efectiva, lo que el recurrente en realidad pretende es beneficiarse de lo que fue un simple error, luego subsanado, en la providencia, pero desconoce que el derecho a la tutela judicial efectiva no consagra el derecho a beneficiarse de simples errores y que tampoco puede derivarse indefensión alguna por la admisión, tramitación y resolución por el Tribunal Supremo del recurso de casación interpuesto por el Ministerio Fiscal, donde, además, luego intervino el demandante.

No deja de resultar paradójico, como señala el Fiscal, que se considere que vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva del demandante la admisión del recurso de queja interpuesto por el Ministerio Público contra el Auto que decretó la firmeza de la Sentencia dictada por la Audiencia Nacional. Es claro que sin procederse previamente a la revocación de aquella resolución, el acceso del demandante al recurso de casación no hubiere sido posible. Por lo que ningún reproche desde la perspectiva de la tutela judicial eficaz puede oponerse al hecho de que fuera admitido a trámite ni al de su estimación por parte del Tribunal.

4. En la opinión del demandante, su condena se ha basado, en definitiva, sobre las intervenciones telefónicas realizadas en la fase de instrucción sumarial, que han violado el derecho al secreto de las comunicaciones, pues, según él, la única prueba que se tomó en consideración para considerarlo integrante de la organización delictiva, fue, una llamada telefónica a un «mensatel» sin que se hubiera podido acreditar que iba dirigida precisamente al demandante. Por ello, considera que tales intervenciones carecen de toda eficacia probatoria, porque no fueron debidamente reproducidas en el juicio oral, no habiendo sido oídas las cintas, a pesar de haberse solicitado expresamente, ni tampoco leídas las transcripciones de su contenido para permitir la contradicción. De ello ha derivado la lesión de los derechos a la tutela judicial efectiva, a utilizar los medios de prueba, a un proceso con todas las garantías sin padecer indefensión y a la presunción de inocencia. Aquí entran en juego las consideraciones que, sobre el tema, contienen las SSTC 236/1999 y 237/1999.

Ahora bien, antes de entrar en materia conviene analizar la existencia, o no, de las invocadas infracciones constitucionales, a cuyo efecto resulta necesario hacer algunas observaciones para restringir aún más la pretensión de amparo. En primer lugar, las quejas se centran en la forma en que el resultado de las intervenciones telefónicas se incorporó a las actuaciones judiciales, alegándose al respecto, por una parte, que las grabaciones y transcripciones de las mismas se hicieron sin el debido control judicial, y, por otra, que unas y otras no fueron oídas o leídas en el juicio oral. Desde otra perspectiva, se añade que la falta de audición de las cintas originales así como la denegación de la prueba pericial propuesta, infringen el derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Se aduce a tal respecto que tal audición fue solicitada en el escrito de calificación provisional y el no haberse practicado sólo puede ser imputable a la Audiencia Nacional, que en principio señaló la imposibilidad de llevarla a efecto porque las grabaciones originales no habían sido incorporadas a las actuaciones (Auto de 15 de abril de 1993) sin que posteriormente, una vez recibidas comenzado el juicio oral, nada se comunicara a las partes. Por ello, carecen de sentido las razones dadas por el Tribunal Supremo para rechazar los motivos del recurso de casación donde se denunció esa falta de audición –no haber formulado protesta formal – puesto que en ningún momento se tuvo conocimiento de la recepción durante las sesiones del juicio. Por otra parte, la prueba pericial propuesta tenía un sentido absolutamente lógico y su denegación impidió la designación de otros peritos para valorar las anteriores periciales realizadas.

Puestos ahora en el ámbito propio del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 y 2 CE) conviene al caso la respuesta que dimos en nuestras SSTC 236/1999 y 237/1999 sobre las intervenciones telefónicas y en concreto respecto de las sedicientes infracciones de los derechos a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa y a un proceso con todas las garantías. Al respecto, en la demanda se alega, de forma confusa y poco precisa, que la condena del recurrente se ha basado únicamente en las grabaciones telefónicas a pesar de que no existió control judicial en su recepción y que las mismas no fueron reproducidas en el juicio oral, no obstante haberse solicitado expresamente su audición.

De la lectura de las Sentencias recurridas y del examen de las actuaciones judiciales remitidas, se comprueba que ninguna de las infracciones constitucionales denunciadas pueden servir como fundamento de la pretensión de amparo. Efectivamente, en las actuaciones constan las correspondientes diligencias de recepción de las grabaciones así como las diligencias de cotejo por el Secretario Judicial de las cintas y sus transcripciones (folios 313, 369, 431, 433, 473, 487, 494, 516, 539, 605 y 706 del sumario núm. 8/92). En tal aspecto, como se afirma en la Sentencia de casación, todas ellas aparecen transcritas a excepción de los supuestos, especificados, en los que no se hizo la grabación, por no existir conversación en sentido propio o cuando lo grabado carecía de interés para la investigación (FJ 12). Por consiguiente, la transcripción mecanográfica de las comunicaciones intervenidas que accedió al juicio oral como medio de prueba ha gozado de la fiabilidad que proporciona haber sido practicada, cotejada y autentificada por medio de dicha intervención judicial.

Por otra parte ninguna relevancia tiene, en cuanto a la eficacia probatoria de las grabaciones telefónicas, el hecho de que las bobinas y cintas no fueran reproducidas en el juicio oral. En efecto, la audición de las cintas no es requisito imprescindible para su validez como prueba (por todas, STC 128/1988, de 27 de junio) y puede ser sustituida por la reproducción de los folios que incorporan las transcripciones. Esto fue lo que justamente ocurrió en el presente caso, pues, según se afirma expresamente en la Sentencia de instancia, las transcripciones de las grabaciones telefónicas referidas a los procesados valoradas como pruebas «fueron leídas y sometidas a contradicción en la vista del juicio oral» (FJ 3). A la vista de cómo se llevó a efecto la selección y transcripción de las conversaciones intervenidas que accedieron al juicio oral, se aprecia que fueron cumplidas las garantías precisas de control judicial, contradicción y respeto al derecho de defensa. En consecuencia, la valoración y apreciación como prueba de las grabaciones telefónicas no ha supuesto violación alguna del derecho a un proceso con todas las garantías, por tratarse de pruebas lícitas, ni la condena basada, entre otras pruebas, en dichas grabaciones infringe el derecho a la presunción constitucional de inocencia.

Por último, de la falta de audición de las grabaciones y de la denegación de la prueba pericial propuesta tampoco es posible derivar indefensión para el recurrente ni infracción de su derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Es preciso advertir, al respecto, en primer término, que contra la decisión de la Audiencia Nacional (Auto de 14 de abril de 1993) que denegó tales pruebas, propuestas por la defensa en su escrito de calificación provisional, el recurrente no formuló la oportuna protesta para luego recurrir en casación, tal y como exige expresamente el art. 659 LECrim, siendo esta una de las razones por las que el Tribunal Supremo rechazó el motivo de casación en el que el recurrente denunció la inadmisión de las pruebas. En segundo término, la prueba de audición de las cintas fue considerada por la Audiencia, primero innecesaria, al constar su contenido transcrito y legalizado por el Juzgado (Auto de 14 de abril de 1993), y después inoportuna, porque «su número y considerable capacidad de archivo, ello hubiera llevado una dilación manifiesta y perjudicial de las sesiones, circunstancia verdaderamente impeditiva de una celebración normal» (FJ 3 de la Sentencia de instancia). Lo mismo ocurrió respecto de la prueba pericial, que fue rechazada por su carácter subsidiario de la anterior (Auto de 14 de abril de 1993 de la Audiencia Nacional) y por tratarse de una prueba no pertinente al no existir discrepancia alguna sustancial entre los dictámenes periciales (FJ 15 de la Sentencia de casación).

Es de aplicación, por ello, la reiterada doctrina de este Tribunal de que el derecho a utilizar los medios de prueba no faculta para exigir la admisión judicial de todas las pruebas que puedan proponer las partes, sino que atribuye sólo el derecho a la recepción y práctica de las que sean pertinentes, correspondiendo a los Jueces y Tribunales el examen sobre la legalidad y pertinencia de las pruebas (entre otras, SSTC 40/1986, de 1 de abril, 170/1987, de 30 de octubre, 167/1988, de 27 de septiembre, 168/1991, de 19 de julio, 211/1991, de 11 de noviembre, 233/1992, de 19 de octubre, 351/1993, de 29 de noviembre, y 131/1995, de 11 de septiembre), y que sólo podría tener relevancia constitucional, por causar indefensión, la denegación de pruebas relevantes sin motivación alguna o mediante una interpretación y aplicación de la legalidad carente de razón (SSTC 149/1987, de 30 de septiembre, 233/1992, 351/1993, y 131/1995). Por último, la queja del recurrente aparece como puramente formal, pues aparte de que nada se dice en la demanda sobre la posible incidencia en el proceso de la audición de las grabaciones, ni se discute o pone en entredicho el contenido de las transcripciones adveradas por el Secretario Judicial, lo cierto es que no se aprecia menoscabo alguno del derecho de defensa ni indefensión material para el recurrente porque, como razona el Tribunal Supremo, la audición de las cintas «hubiera significado simplemente una nueva repetición de la lectura» (FJ 14).

5. La pretensión de amparo tiene otro de sus soportes en que la Sentencia impugnada quebrantó el principio acusatorio por haber impuesto al condenado una pena superior a la pedida por el Fiscal sin haber sido informado de la acusación y sin cumplir la exigencia de motivación contenida en el art. 11 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que se invoca. Nada mejor que traer aquí, en lo pertinente, por ser idéntico el planteamiento, la respuesta que le dio el Pleno en su STC 59/2000, en cuya virtud, la respuesta no parece dudosa aquí y ahora por encararse el supuesto de una Sentencia que, dando lugar a la casación, impone pena de reclusión menor superior en dos años a la pedida por los acusadores en la causa, sin explicación alguna, aceptando el motivo esgrimido como fundamento del recurso y compartiendo la misma calificación jurídica del delito. No parece que sea necesario justificar la incidencia negativa y la pesadumbre que sobre la libertad personal del así condenado haya podido tener y tenga, si no se le pusiera remedio a tiempo, ese sobredicho incremento de dos años de reclusión sobre los correspondientes según la acusación, dieciocho años, ni tampoco se le oculta a nadie su significado en nuestra Constitución desde la perspectiva de la libertad, que proclama como valor superior en su mismo umbral y configura luego su manifestación primaria, personal como derecho fundamental en el art. 17 CE. Por ello, lo que se pone en tela de juicio con relevancia constitucional, en definitiva, es la potestad judicial de agravar la pena más allá de la pedida por el acusador. Dentro de tal perímetro, estrictamente delimitado, el principio acusatorio juega un papel de protagonista con una función de garantía.

Ahora bien, antes de abordar este reproche constitucional, conviene señalar una carencia de la Sentencia impugnada en la parte que respecta a este proceso y a su demandante. En los fundamentos de aquélla, y para casar la que dictó la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo explica concisa pero expresivamente, las razones que le llevan a dar la razón al Fiscal para apreciar que concurre la circunstancia agravante incorporada al tipo, pero nada dice en la segunda Sentencia respecto del incremento de pena, dos años, importante por sí mismo. Esto nos plantea, como incógnita previa, si tal incremento, en la hipótesis de que fuera viable con arreglo al texto del art. 902 LECrim, estaba necesitado de una explicación ad hoc, y ello nos pone en el terreno de la motivación, cuyo anclaje está directamente en el art. 120 de la Constitución.

Pues bien, como se dice en la STC 43/1997, de 10 de marzo, «es doctrina constante de este Tribunal que la exigencia constitucional de motivación, dirigida en último término a excluir de raíz cualquier posible arbitrariedad, no autoriza a exigir un razonamiento exhaustivo y pormenorizado de todos y cada uno de los aspectos y circunstancias del asunto debatido, sino que se reduce a la expresión de las razones que permiten conocer cuáles han sido los criterios jurídicos esenciales fundamentadores de la decisión, su ratio decidendi (SSTC 14/1991, 28/1994, 145/1995 y 32/1996, entre otras muchas). Pero lo que no autoriza la Constitución es, justamente, la imposibilidad de deducir de los términos empleados en la fundamentación qué razones legales llevaron al Tribunal a imponer como ‘pena mínima’ la que se contiene en el fallo condenatorio» (FJ 6). Es más: se subraya a continuación que esa exigencia constitucional de dar una respuesta fundada en Derecho para justificar la pena concretamente impuesta adquiría particulares perfiles al hallarse afectado el derecho fundamental de libertad personal y esa falta de justificación de la pena le llevó a otorgar el amparo. En la STC 225/1997, de 15 de diciembre, se ratificó después, implícitamente, dicha doctrina, al desestimar la queja relativa a la falta de motivación de la pena concretamente impuesta, no por carencia de contenido, sino porque había sido subsanada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

La obligación de motivar cobra sin duda un especial relieve en supuestos, como el presente, en el que la condena fue superior a la solicitada por las acusaciones en el proceso. Ciertamente la STC 193/1996, de 26 de noviembre, que reafirma esa exigencia constitucional de justificar la pena concreta, admitió que ésta quedase satisfecha sin necesidad de especificar las razones justificativas de la decisión siempre que, como era el caso, éstas pudieran desprenderse con claridad del conjunto de la decisión (FJ 6). Sin embargo, en el presente caso la simple lectura de la Sentencia pone de manifiesto que la justificación de la concreta pena impuesta, por encima de la pedida por el Fiscal, no se infiere en modo alguno de su texto, pues sus razonamientos atañen, exclusivamente, al cambio de calificación efectuada. En consecuencia ha de estimarse vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) por falta de motivación de una decisión que atañe a la libertad personal (art. 17 CE).

6. Dicho esto, la Sentencia impugnada acoge, en primer lugar, el motivo fundado en la infracción de Ley alegado por el Fiscal en su recurso de casación y en cuya virtud se denunció que, la Audiencia Nacional no había aplicado el art. 344 bis b) del Código Penal a la conducta del acusado. En tal sentido el Tribunal Supremo da la razón al Fiscal, explicando que el tráfico de 113.160 gramos de cocaína con una pureza entre el 85,74 y el 99,93 por 100 suponía, en efecto, una conducta subsumible en la «extrema gravedad». Hay «así un delito básico que empieza distinguiendo las sustancias o productos que causan grave daño a la salud de los demás, para establecer, …. unas agravaciones … Entre los casos que comprende, el tercero del citado art. 344 bis a), se refiere a cuando fuere de notoria importancia la cantidad de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas. Con referencia a la cocaína, esta Sala ha estimado de notoria importancia ciento veinte gramos de cocaína» pura … «Por consiguiente, se impone la pena superior al tipo básico cuando exceda» de tal cantidad, «y ello obliga a examinar el caso de autos desde esta perspectiva, de la cantidad de droga y de su pureza. Nos encontramos con la cantidad de 113.160 gramos de una gran pureza que, en todo caso suponía los cien kilogramos de sustancia pura y ello obliga a preguntarse qué penalidad debe corresponder a una cantidad que es más de ochocientas veces superior. La Sentencia de este Tribunal de 11 de junio de 1991», … «tomaba en cuenta no sólo el peso y pureza de la droga, sino también su incremento de valor en el mercado, cifrado con criterios sanitarios oficiales en cerca de diez mil millones de pesetas, o aún más si se tiene en cuenta la más que posible manipulación y adulteración que aumentaría la difusión y el daño…», para concluir que la «notoria importancia …» de un tipo no agota la «extrema gravedad» del otro.

El Fiscal en su recurso, cuyos motivos de impugnación fueron aceptados por la Sala, insistió en pedir para el acusado la pena de dieciocho años, como venía haciendo desde las calificaciones provisional y definitiva en la instancia. Sin embargo, el Tribunal Supremo, una vez que casó la Sentencia de la Audiencia y asumió la «plena jurisdicción» para dictar una segunda, en virtud del art. 902 LECrim, mantuvo en ella el fallo recurrido, con excepción de su apartado 5 que, según dice, se ha de sustituir por el siguiente: «Se condena al procesado Isaac Vélez Garzón, como autor de un delito contra la salud pública, en su modalidad de tráfico de drogas, ya definido en los artículos 344, 344 bis a), 3º y 6º y 344 bis b), sin la concurrencia de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal a la pena de veinte años de reclusión y multa de ciento setenta millones de pesetas». La simple transcripción del texto pone de relieve que, en esta coyuntura, la Sala Segunda no explica en ningún momento por qué impone finalmente una pena superior a la que había sido pedida por el Fiscal, y también por las acusaciones particulares en el juicio oral. No se dan a conocer, así, los argumentos o las razones que determinaron la elevación de la cuantía de la pena privativa de libertad en dos años más sobre la instada por las partes.

7. Pues bien, la primera Sentencia del Tribunal Supremo, en la parte que aquí importa, ofrece, como hemos visto con suficiente claridad, aun cuando concisamente, las razones que tuvo la Sala para dar juego a la «extrema gravedad» como integrante del tipo penal, por el que desde el principio había sido condenado como autor, según venía propugnando el Fiscal. Sin embargo, una vez sentadas tales premisas, necesarias pero no suficientes, la Sala impone en la segunda Sentencia directamente la pena de veinte años, añadiendo dos a los dieciocho pedidos por la acusación a causa de esa participación y esa circunstancia agravante sin la menor explicación. No se encuentra en aquella argumento alguno que legitime tan drástica decisión y, como consecuencia de tal silencio sobre un aspecto esencial de la pretensión punitiva, es claro que carece de motivación. En ningún momento se dice siquiera cual precepto le haya podido servir de apoyo para ese incremento de la pena ni cuales fueran las razones que la justificaran. Obrando así es forzoso concluir, por tanto, que se ha vulnerado el derecho del demandante a la tutela judicial efectiva.

F A L L O

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

Otorgar parcialmente el amparo pedido y, en su consecuencia:

1º Reconocer el derecho a la tutela judicial efectiva del demandante.

2º Declarar la nulidad de la Sentencia dictada el 31 de octubre de 1994 por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, exclusivamente en lo que toca a la pena de privación de libertad impuesta a don Jorge Isaac Vélez Garzón, retrotrayendo las actuaciones al momento procesal oportuno que permita dictar otra ajustada al contenido declarado del derecho fundamental.

3º Desestimar el recurso en todo lo demás.

Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado»

Dada en Madrid, a veintisiete de marzo de dos mil.

Voto particular que formula don Rafael de Mendizábal Allende y al que presta su adhesión don Guillermo Jiménez Sánchez, Magistrados ambos del Tribunal Constitucional, a la Sentencia dictada por la Sala y recaída en el recurso de amparo núm. 3904/94.

La autodisciplina, casi monástica, propia de un colegio o convento judicial ha permitido al Ponente formalizar el encargo que le había confiado la mayoría del Pleno para redactar a su gusto, como escribano o amanuense, la STC 59/2000, de 2 de marzo, de la cual ésta trae causa. Una vez cumplida la tarea con absoluta lealtad dialéctica a tal función y liberado de esta carga, nada ingrata por lo demás, recupero la libertad de expresarme a mi manera para hacer constar también mi opinión discrepante de la solución que se ha adoptado ahora por la Sala, en seguimiento de aquella Sentencia guía. En tal disposición de ánimo conviene anticipar que en este Voto particular se utilizan sobre todo los materiales sobre el tema proporcionados por la Sala Segunda –de lo Penal– y seleccionados de su copiosa producción jurisprudencial, acrecida en estos últimos años por obra y desgracia de la avalancha de asuntos (recursos y causas) a los cuales ha tenido que hacer frente, donde la cantidad no desmerece la calidad de la doctrina para ir construyendo golpe a golpe el Derecho penal, sobre el cual le corresponde decir la última palabra. En definitiva, se manejan en el Voto las dos tendencias seguidas por el Tribunal Supremo en un doble plano, la legalidad y la constitucionalidad (véase al respecto el final de la STS de 7 de junio de 1993, cuyo texto se transcribe) y entre ellas se opta por una, la que parece preferible desde la única perspectiva permitida a este Tribunal donde escribo, las garantías constitucionales, de las cuales es el guardián no único sino último, sin inmissio alguna en la función de interpretar la Ley, privativa de la potestad de juzgar.

La Sentencia del Tribunal Supremo que el Constitucional anula, por no haber explicado si utilizó y cómo el art. 902 LECrim desde la perspectiva del principio acusatorio, impuso una pena superior a la pedida por el Fiscal a consecuencia de la subida provocada por la nueva calificación jurídica de un hecho revestido de «extrema gravedad», más allá de la «notoria importancia». Pues bien, los razonamientos que contiene la Sentencia de casación para justificar la concurrencia de esa circunstancia de agravación configuradora del tipo delictivo están en la sintonía de una pena superior, pero no es menos cierto que, a pesar de ser posible inducirla, no hay en la segunda Sentencia ninguna argumentación para justificar el incremento ex officio de la pena a la luz del art. 902 LECrim, cuyo tenor parece impedirlo a primera vista, respetando así el principio acusatorio. Bastaría lo dicho, y ha bastado, para echar abajo el pronunciamiento judicial y reenviar el caso al Tribunal Supremo, si ello no significara amputar la parte principal de este proceso tal y como se nos ha planteado, para cuyo soporte principal no se invoca en un primer plano la falta de motivación (aludida marginalmente) sino haber transgredido la frontera punitiva que traza el principio acusatorio.

Sin embargo, nunca he sido partidario de soslayar los temas trascendentales que importan y preocupan a la gente así como a los juristas y que no han recibido hasta el momento una solución clara e inequívoca en el sistema judicial, propiciando consiguientemente la inseguridad y, por lo mismo, la litigiosidad con riesgo cierto de perjuicio para los ciudadanos encausados por la justicia, ni tampoco entiendo oportuno volver la cara a los enigmas. Creo, por el contrario, que, no sólo constitucional, sino éticamente, ha de mirarse a los ojos de la esfinge. Por ello, incluso en esta coyuntura, siendo plausible la inexistencia de la motivación y habiendo de ser otorgado el amparo por tal motivo, ello no hubiera debido cortar el paso al enjuiciamiento de la otra cuestión en litigio, cuya trascendencia constitucional es más que notoria. No se da incompatibilidad alguna de los dos temas, formal y sustantivo, intrínseco y extrínseco, ni la aceptación del uno precluye necesariamente el tratamiento del otro. En ningún lugar está escrito que no se pueda amparar por más de una razón simultáneamente, si hubiera lugar a ello, deshaciendo los varios entuertos causados al reclamante, sobre todo cuando nuestra Sentencia, una vez que el amparo llegó a buen puerto por uno de los dos, ha de tener un efecto meramente devolutivo, como ocurre en el caso que nos ocupa. Por tanto se hace necesario proseguir el camino de las reflexiones en torno a la cuestión principal.

1. Tutela judicial y sistema acusatorio

La situación que se nos plantea como tema principal consiste en determinar si quien se queja ante nosotros ha recibido la tutela judicial con efectividad y sin indefensión que la Constitución promete a todos como derecho fundamental de cada uno y, por tanto, como derecho subjetivo a disfrutar de esa prestación pública (art. 24 CE). En tal marco hay que encuadrar el llamado principio acusatorio, que no tiene por si residencia constitucional alguna, o, más bien, la estructura dialéctica del proceso penal como contrapeso y freno del poder de los jueces, que en ningún caso deben ni pueden ser omnipotentes, en frase tomada de la exposición de motivos de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, precisamente porque han de gozar de la máxima independencia –libertad de criterio– en el ejercicio de la potestad de juzgar. El principio acusatorio, como tal, no figura en la Constitución, que en cambio sí contiene todas las piezas de este sistema (adversary system) adoptado explícitamente en 1882 por aquella Ley de Enjuiciamiento, aun cuando durante el tiempo de su centenaria vigencia haya sufrido eclipses parciales y desfallecimientos transitorios. En efecto, el art. 24, a través del proceso con todas las garantías, convierte al acusado en su protagonista, con el derecho a ser informado de la acusación para poder ejercitar su derecho a la defensa, por sí o con la asistencia de los profesionales de la toga, haciendo entrar así a la abogacía en la estructura del Poder Judicial para cumplir la función pública de patrocinio, apareciendo para darle la réplica, como antagonista, el Fiscal. A éste corresponde constitucionalmente «promover la acción de la justicia», aunque no tenga el monopolio de la acción penal y pueda llevar como compañeros de viaje a otros acusadores. En definitiva, con palabras otra vez de la exposición de motivos de la Ley, «únicamente al Ministerio Fiscal o al acusador particular, si lo hubiere, corresponde formular el acta de acusación». Entre estos dramatis personae sobresale una figura, el Juez o Tribunal, a quien corresponde nada más, y ya es bastante, «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado» con una misión de garantía. No hay más. En ese escenario que son los estrados judiciales y con tales personajes, cada uno en su papel, ha de alzarse la cortina para la representación en audiencia pública de la función jurisdiccional.

Ahora bien, aun cuando no deje de ser paradójico que en la Constitución no aparezca tal principio mencionado por su nombre, es evidente que, por obra del art. 24 CE, donde se proclama la efectividad de la tutela judicial como derecho fundamental, con un haz de otros instrumentales de la misma índole, se indican los elementos estructurales de dicho principio axial trabándolos en un sistema cuyas piezas son, que desde el mismo instante de la promulgación de la Constitución ha de ser despojado de las adherencias residuales del viejo «procedimiento escrito, secreto e inquisitorial», «en el que estaban educados los españoles»(una vez más por boca de Alonso Martínez, en la tantas veces mencionada exposición de motivos). En tal sentido se pronunció tempranamente este Tribunal Constitucional, cuya STC 9/1982, de 10 de marzo, puso de manifiesto que «la lucha por un proceso penal público, acusatorio, contradictorio y con todas las garantías se inició en Europa continental hacia la segunda mitad del siglo XVIII frente al viejo proceso inquisitivo y, con logros parciales, pero acumulativos, se prolonga hasta nuestros días». A lo largo de estos casi veinte años, tanto la jurisprudencia del Tribunal Supremo como nuestra doctrina son contestes en contemplar como tales ingredientes a muchos de los derechos instrumentales de la tutela judicial contenidos en el párrafo 2 del art. 24 CE, resumen de algunas enmiendas a la Constitución norteamericana donde se incorporó el Bill of Rights y, entre ellos, el derecho a ser informado de la acusación y el simétrico de la defensa en juicio, el debate contradictorio abierto y en audiencia pública para conseguir un juicio con todas las garantías, la congruencia de las sentencias y la proscripción de la reformatio in peius como consecuencia del carácter rogado de la justicia, con la finalidad última de evitar así la indefensión proscrita constitucionalmente como negación radical de la tutela judicial.

Aun cuando puedan llevar en algún caso a resultados paralelos, el principio acusatorio es algo muy distinto del principio dispositivo, predominante en el proceso civil, que por otra parte no es desconocido tampoco en el penal donde se reserva, en ciertos casos, la acción penal al agraviado o se permite la conformidad del acusado con la pena concreta pedida por el Fiscal para configurar la decisión judicial. En uno y otro caso la raíz común se encuentra en el sistema de justicia rogada inherente a la función jurisdiccional, al cual alude muchas veces el Tribunal Supremo en esta cuestión y, por supuesto, a la congruencia como elemento de la decisión judicial. El objeto de la jurisdicción penal puede ser doble por encauzar una doble pretensión, principal una, la acusación penal y otra eventual, la civil o indemnizatoria. Ambas en nuestro sistema –con otros aspectos irrelevantes aquí– tienen la misma exigencia, la correlación entre lo pedido por quienes son parte y el pronunciamiento de la sentencia, con un carácter de límite máximo si fuere condenatoria, coherencia que no sólo es cuantitativa –como destaca en una primera visión– sino también cualitativa (ATC 3/1993, de 11 de enero).

El juzgador se encuentra limitado, maniatado, por la acción o pretensión, uno de cuyos elementos esenciales es la pena concreta, que en el supuesto de los recursos toma un cariz impugnatorio y en el presente caso ha sido la misma desde el trámite de la calificación definitiva hasta la formalización del recurso de casación, interpuesto tan sólo por el Fiscal, recordemos, pidiendo una y otra vez la pena de 15 años de privación de libertad como consecuencia de haber considerado a la acusada desde aquel principio como autora y no como cómplice. En tal coyuntura este Tribunal Constitucional había llegado a la conclusión de que la prohibición de reformatio in peius en el proceso penal deriva del art. 902 LECrim, que la recoge, precisamente, para la casación. El carácter indisponible del ius puniendi –como regla no sin excepción– y la vigencia de los principios de oficialidad y legalidad singularizan la jurisdicción penal respecto de las demás, pero no hasta el punto de permitir un desajuste entre el fallo judicial y los términos en que las partes han formulado sus pretensiones para diseñar el objeto procesal y acotar el perímetro de la contienda, concediendo más o menos, o cosa distinta de lo pedido, para incurrir así en vicio de incongruencia (SSTC 15/1987, de 11 de febrero, 116/1988, de 20 de junio, y 40/1990, de 12 de marzo, entre otras). No deja de sorprender que si ese incremento sobre lo solicitado se hubiera producido en el mismo proceso penal pero en el ejercicio de la acción civil se admitiría sin vacilación alguna esa incongruencia lesiva de la tutela judicial. Cuando se esgrime la pretensión penal, inclusa la pena concreta, ha de exigirse, a mi juicio, la misma correlación como consecuencia del sistema acusatorio.

2. Derecho a ser informado de la acusación y principio de contradicción

Pues bien, ese principio acusatorio como garantía cardinal se refleja ante todo, según se anticipó líneas atrás, en el derecho a ser informado debidamente de la acusación para permitir la defensa en juicio, carga informativa de quien acusa como secuela de la presunción de inocencia, cuyo contenido ha de comprender, no sólo el conocimiento de los hechos imputados, sino también de su calificación jurídica –delito–, así como de sus consecuencias reales y su incidencia en la libertad o el patrimonio del acusado, la pena, para cuya imposición y no para el mero reproche moral o social está organizado el proceso penal, así llamado, como el Derecho sustantivo, por ese castigo, sin que se agote en una mera declaración de antijuridicidad sino que sólo se perfecciona por la retribución en la cual consiste su elemento simétrico, la sanción, consecuencia necesaria de aquella. No parece bueno olvidar, menospreciándolo, el aspecto existencialmente más importante de la petición, la cuantía de la pena. La calificación jurídica del delito es cuestión importante para los jurisperitos y la jurisprudencia, pero accesoria para el acusado, a quien interesa simplemente por constituir el presupuesto de la determinación de su efecto material, importándole sobremanera y primordialmente cuánto tiempo haya de estar privado de libertad o de otros derechos, en cuya función se configura su actitud en el proceso y su estrategia defensiva. Por ello mismo la pena concreta es el núcleo central, el meollo de la pretensión punitiva como objeto del proceso penal, cuya ratio petendi es la calificación jurídica del hecho y de sus circunstancias objetivas y subjetivas. A su vez otro principio procesal, el de contradicción, exige, entre más factores, ese conocimiento completo y oportuno de la acusación para que su destinatario tenga la oportunidad de exculparse y ejercer su derecho a la defensa, por sí mismo o asistido de jurisperitos, abogado y procurador, derecho para cuya satisfacción no basta la mera designación de los correspondientes profesionales, siendo necesario que los así nombrados puedan proporcionar una asistencia real y operativa a sus patrocinados (right of effective representation), con un contenido real y la suficiente eficacia dialéctica, sin reducirla a un cumplimiento formulario más rito procesal que sustancia (STC 105/1999, de 14 de junio).

3. El derecho de defensa

En tal sentido la STC 53/1987, de 7 de mayo, explica que el principio acusatorio admite y presupone el derecho de defensa del imputado y, consecuentemente, la posibilidad de «contestación» o rechazo de la acusación. Permite en el proceso penal la posibilidad de la contradicción, vale decir la confrontación dialéctica entre las partes. Conocer los argumentos del adversario hace viable manifestar ante el Juez los propios, indicando los elementos de hecho y de Derecho que constituyen su base, así como, en definitiva, una actuación plena en el proceso. Así pues, «nadie puede ser condenado si no se ha formulado contra él una acusación de la que haya tenido oportunidad de defenderse de manera contradictoria, estando, por ello, obligado el Juez o Tribunal a pronunciarse dentro de los términos del debate, tal y como han sido formulados por la acusación y la defensa, lo cual, a su vez significa en última instancia que ha de existir siempre correlación entre la acusación y el fallo de la Sentencia» (SSTC 11/1992, de 27 de enero, FJ 3; 95/1995, de 19 de junio, FJ 2; 36/1996, de 11 de marzo, FJ 4), vinculando al juzgador e impidiéndole exceder los términos en que venga formulada la acusación o apreciar hechos o circunstancias que no hayan sido objeto de consideración en la misma ni sobre las cuales por lo tanto, el acusado haya tenido ocasión de defenderse (SSTC 205/1989, de 11 de diciembre, FJ 2; 161/1994, de 23 de mayo, y 95/1995, FJ 2). Sin embargo la correlación de la condena con la acusación no puede llevarse al punto que impida al juzgador el modificar la calificación de los hechos en tela de juicio con los mismos elementos que han sido o hayan podido ser objeto de debate contradictorio, posibilidad de la que en este caso no se hizo uso por lo que no merece más comentario aquí y ahora.

4. El contenido de la Sentencia Penal

En nuestro sistema judicial, tal y como lo vemos hoy, como producto del aluvión histórico de distintos materiales y en sucesivas épocas, donde se superponen –como los estilos en las catedrales– residuos del sistema inquisitivo y aportes del principio acusatorio, hay tres preceptos que indican cuál haya de ser el contenido de la Sentencia en las distintas modalidades del proceso penal y en sus distintos grados. Uno, cuya redacción procede de la versión originaria –1882– de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que seguía el modelo francés, inquisitivo, con raíces en el aborigen, también inquisitorial, el art. 742, donde se dice tan sólo que en ella «se resolverán todas las cuestiones que hayan sido objeto del juicio, «incluso las referentes a la responsabilidad civil», condenando o absolviendo a los procesados no sólo por el delito principal y sus conexos, sino también por las faltas incidentales», con el límite que marcaba el art. 885.1.4 –hoy 851.4– al socaire de la casación por infracción de Ley cuando se penare un delito más grave que el que haya sido objeto de la acusación, si el Tribunal no hubiera procedido previamente como determina el art. 733″. Otro es el art. 794.3LECrim, donde se configura la eventual Sentencia a dictar por el Juez de lo Penal dentro del procedimiento abreviado en cuya virtud «la sentencia no podrá imponer pena que exceda de la más grave de las acusaciones». El tercero, único que aquí y ahora interesa, aunque los tres formen parte del mismo grupo normativo, es el art. 902, que no permite «imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o a la que correspondería conforme a las peticiones del recurrente, en el caso de que se solicitase pena mayor».

En el Tribunal Supremo hay dos corrientes jurisprudenciales, al respecto, que se solapan. Una de ellas, quizá predominante o mayoritaria, según sus propias palabras, predica que el principio acusatorio no impide que la Audiencia o el Juez impongan una pena superior a la solicitada por la acusación, bien remediando errores de ésta (si ha omitido solicitar penas forzosamente vinculadas al tipo en cuestión o ha pedido penas inferiores a las legalmente procedentes), bien haciendo uso de sus facultades legales de individualización dentro de los márgenes correspondientes a la pena legalmente determinada para el tipo delictivo objeto de acusación y debate en el proceso, pues el juez está sometido a la Ley y debe, por tanto, aplicar las penas que a su juicio procedan legalmente. Su función individualizadora, se dice, no está encorsetada por el límite cuantitativo marcado por las acusaciones, siempre que se mantenga en el marco punitivo señalado por la Ley. En tal sentido la correlación no se produce por el quantum de la pena sino por el título de la condena, pudiendo recorrerse aquella en toda su extensión, pero no imponer una pena superior en grado, salvo que utilizare la fórmula del art. 733 (art. 885.1.4 LECrim). Sin embargo otra tendencia se apoya en una lectura del art. 794.3 LECrim que lleva directamente, por su construcción gramatical, a la conclusión de que allí se veda la condena a una pena cuantitativamente mayor que la mas grave pedida por las acusaciones, no simplemente «distinta», desde el momento en que utiliza el verbo exceder, equivalente a superar o sobrepasar en cabida o tamaño. En definitiva, la hermenéutica se mueve entre dos lecturas antagónicas, según se entienda por «pena» la prevista en abstracto para el correspondiente delito en el Código o la pena individualizada y concreta, cuantificada ya, que soliciten quienes acusan.

Pues bien, entre ambas tesis –»estas dos opuestas interpretaciones»– el Tribunal Supremo vino a optar en un momento dado por la segunda, «más correcta y acomodada» al texto del precepto desde la perspectiva de la función constitucional del proceso penal:

«… de modo que ha de entenderse que al dictar la sentencia en el mismo, la función individualizadora de la pena que al Tribunal corresponde encuentra su techo en el ‘quantum’ de tal pena solicitada por la más grave de las acusaciones. Apoyan esta doctrina las técnicas propias de la labor interpretativa: a) la literal o gramatical ya que el concepto de ‘pena que exceda’ es distinto de el de ‘pena más grave’…; b) la lógica, ya que de un lado … resultaría contrario a las reglas del método legislativo incluir en un precepto aplicable tan sólo a una modalidad del procedimiento penal, algo que la ley venía diciendo para la generalidad del procedimiento de tal clase (art. 851.3), que es supletoriamente aplicable a aquel procedimiento especial y la doctrina venía aplicando a todo el proceso penal; y, de otro, parece razonable pensar que si lo que el número 3 del art. 794 pretendía era señalar los límites impuestos a la sentencia por el principio acusatorio, y, dentro de estos límites, al lado de la prohibición contenida en el último inciso de ‘condenar por delito distinto cuando este conlleve una diversidad del bien jurídico protegido o mutación esencial del hecho enjuiciado’, hubiera querido también establecer la prohibición de imponer pena más grave en grado o calidad, así lo hubiera dicho… y c) la sistemática, pues la interpretación que se acepta y se declara correcta es la que resulta más congruente con todo el sistema que inspira el procedimiento abreviado el que, entre otros principios, pretende potenciar el consenso, formulando y ampliando los términos de la conformidad del reo…; d) por último, esa interpretación o entendimiento de la regla 3ª del art. 794… es también la más acorde con los fines de ‘lograr en el seno del proceso penal… una mayor protección de las garantías del inculpado’» (STS 7 junio 1993).

No es esta una Sentencia aislada, como pone de manifiesto el análisis de la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo con arreglo a la técnica propia de el case law, que pone el peso específico en la relación causal directa entre el supuesto de hecho y la decisión judicial, ratio decidendi, dejando en la cuneta los obiter dicta o consideraciones a mayor abundamiento, si las hubiere, mera guarnición del guiso principal. En otras sentencias posteriores ha ido quedando claro cuándo y cómo se transgrede el principio acusatorio, sin que la realidad jurisprudencial coincida siempre con su exposición abstracta o genérica, aunque sí en más de una ocasión. Una primera STS de 7 de junio de 1993 entendió que la limitación legal contenida en el art. 794.3 LECrim, en cuya virtud «la sentencia no podrá imponer pena que exceda de la más grave de las acusaciones» tiene un sentido más restrictivo que no limita exclusivamente imponer pena de categoría superior (prisión menor en vez de arresto) sino cualquier quantum punitivo que exceda de lo solicitado. Por su parte, las SSTS de 30 de enero y 12 de septiembre de 1995 reconocieron que hubo «quebranto del principio acusatorio y de la congruencia por haberse impuesto una pena accesoria –el comiso– no pedida expresamente por el Fiscal, ni sometida por tanto a debate contradictorio previo, sin que baste al efecto la petición genérica de penas accesorias, como dijo también la STS de 18 de mayo de 1993. Así mismo, en otra de 26 de febrero de 1998, en «un supuesto peculiar», el Tribunal Supremo considera también que infringe el principio acusatorio la condena por la Audiencia a una pena cuantitativamente superior a la pedida por el Fiscal, aunque lo hiciera dentro del marco legal determinado para el delito, condena «difícilmente conciliable con la limitación prevenida en el art. 794.3 LECrim». A su vez, ese mismo año, otra STS de 30 de diciembre consideró que vulneraba el principio acusatorio una Sentencia que había impuesto al acusado tres penas de igual extensión y naturaleza que la única pedida por la acusación particular.

5. El principio acusatorio en la casación

En definitiva, el juez penal no debe legalmente, ni constitucionalmente puede, imponer una pena mas extensa cuantitativamente, aun cuando estuviere dentro del marco punitivo del Código, que la pedida por el Fiscal o las demás acusaciones si las hubiere, sea cualquiera el procedimiento o el grado jurisdiccional, con o sin el planteamiento de la tesis que permite el art. 733 LECrim, concebido como válvula de seguridad del sistema acusatorio por quien lo instauró hace más de un siglo. Sin embargo de esta declaración general, la incógnita a despejar en esta sede constitucional no comprometía el ámbito entero del principio acusatorio y estaba circunscrita a una situación muy concreta. Efectivamente, la Sentencia impugnada se pronunció en un recurso de casación, a instancia del Fiscal y habiéndose aquietado la condenada, para cuya ocasión el precepto idóneo era el 902 LECrim, en cuya virtud la llamada segunda Sentencia, que una vez casada la de instancia ha de dictar el Tribunal Supremo por un puro principio de economía procesal, evitando así el reenvío, no tendrá «más limitación que la de no imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o a la que correspondería conforme a las peticiones del recurrente, en el caso de que se solicitase pena mayor».

Es evidente que el principio acusatorio ha de guiar el proceso penal en todas sus modalidades, incluso el juicio de faltas (STC 319/1994, de 28 de noviembre) y en cualquiera de todas sus instancias (STS 83/1992), cuando haya apelación y, por supuesto, en la casación, donde el sedicente agravio constitucional se ha producido en este caso. El planteamiento ha de ser, sin embargo, distinto según las etapas procesales, cada una de las cuales tiene su propia regulación, aun cuando en el contenido de la Sentencia coincidan textualmente los preceptos correspondientes (arts. 742, 794.3 y 902 LECrim) no obstante las encontradas interpretaciones como hemos visto. Ahora bien, entre la posición de los juzgadores respectivos en el juicio oral y en sede casacional se dan diferencias muy importantes dentro del plano de la legalidad que trascienden para encontrar una dimensión constitucional. La Audiencia Provincial o el Juez de lo Penal que presiden y presencian el desarrollo del juicio, con la más absoluta inmediación, pueden –a la vista del acervo probatorio– sugerir a las partes, sin prejuzgar el fallo, que reconsideren la calificación jurídica de los hechos, y sólo ella, sin extenderse a las circunstancias modificativas de la responsabilidad ni a la participación de cada uno de los procesados, cuando apreciaren un «manifiesto error» en la propuesta por alguna de las partes, abriendo para ello un debate contradictorio (art. 733 LECrim), duda metódica del juzgador que éste sólo podrá utilizar en su Sentencia, por cierto, si fuere asumida por alguna de las partes en el proceso y la propugnare. Esta posibilidad de plantear la llamada «tesis» en el argot o terminología forense está vedada en la casación, donde no se da inmediación alguna y la Sala Segunda juega con un relato de los hechos ajeno, como dato y no como incógnita, constriñéndose su función a la mera declaración de lo que sea el Derecho, sustantivo o formal, para el caso concreto, sin que –por lo tanto– al dictar la segunda Sentencia ejerza una «plena jurisdicción» como a veces se dice con cierta inexactitud.

Le está vedada, pues, en tal coyuntura la individualización de la pena para cuya operación carece de elementos de juicio. En efecto, la valoración de la prueba en su conjunto es función privativa del juzgador de instancia, de quien preside la secuencia completa, el desarrollo del juicio oral. Sólo se puede saber si un testigo o un perito, o el mismo acusado, mienten o dicen la verdad mirándoles a los ojos, oyendo el tono de su voz y observando sus gestos. Esto es lo que en el lenguaje forense se conoce por inmediación y pone de relieve el carácter presencial de los medios de prueba más importantes y frecuentes (el testimonio, la pericia y la inspección ocular) practicados ante Jueces profesionales con suficiente experiencia bajo el fuego graneado del interrogatorio cruzado y la crítica del testimonio, propios aquel y ésta del principio de contradicción. El Tribunal Supremo carece, como tal institución y precisamente por serlo, de esa experiencia, aunque puedan tenerla muchos de sus componentes, y el conjunto de la prueba es para él una pila de papeles sin vida, transcripciones incompletas de palabras disecadas. Solo se puede tomar la medida de la culpa de quien se condena para adaptar la pena a su persona teniéndole delante y conociendo, hasta donde resulte posible, su biografía procesal. Consciente de ello, como no podía ser menos, el propio Tribunal Supremo ha autolimitado su potestad correctora y ha dicho, en consecuencia, que «no es revisable en casación la determinación de la pena verificada por el Tribunal de instancia en ejercicio de su arbitrio, concedido por el legislador, siempre que se motive de forma suficiente la individualización y que las razones dadas para llegar a la misma no sean arbitrarias» (STS 14 de mayo de 1999).

6. La imparcialidad del juez

Una última perspectiva, desde la posición constitucional del juzgador, pone de manifiesto que su imparcialidad se ve disminuida por cualquier actuación ex officio, al menos en su apariencia y, sobre todo, cuando tercia espontáneamente en el debate y ejercita su potestad para imponer una pena más gravosa que la pedida por la acusación, con la misma calificación jurídica, sin que previamente las partes hayan tenido siquiera la oportunidad real de debatir esa «tercera opinión», rompiendo su hieratismo o su indiferencia institucionales. Desde este punto de partida se hace necesario dar un paso más para reforzar y garantizar al máximo esa cualidad socrática del juez situado «por encima de las partes acusadoras e imputadas, para decidir justamente la controversia determinada por sus pretensiones en relación con la culpabilidad o la inocencia» (SSTC 54/1985, de 18 de abril, FJ 6, y 225/1988, de 24 de octubre, FJ 1). Hoy, cuando ya está fuera de cualquier polémica la necesaria separación de las funciones instructora y enjuiciadora, desde las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los conocidos casos Piersack y De Cubber, conviene avanzar paso a paso en esa senda para ir tallando más facetas en esa característica, esencia de lo judicial. No parece dudosa ni problemática la exigencia de que el juez sea totalmente ajeno al litigio, sin jugarse nada en él, por estar supraordenado a los litigantes, como revela la misma etimología del nombre, magistrado, el que está por encima en el estrado, sin bajar de estos a la arena para ser «Juez y parte».

La raíz del principio acusatorio conecta aquí, por tanto, con la imparcialidad como requisito determinante de la misma existencia de un proceso en el cual el juzgador no pueda nunca asumir funciones de parte ni una posición partidista o partidaria. El monopolio de la acción penal por el Fiscal y los demás acusadores pretende excluir la posibilidad de que quien haya de fallar prejuzgue en cierto modo el fallo, formulando de oficio la acusación con el peligro de que se anticipe así «el pensamiento, la opinión, el juicio formulado por el Tribunal, que de este modo desciende a la arena del combate para convertirse en acusación», como escribía el autor de la exposición de motivos tantas veces traída a colación, que remachaba así: «No, los Magistrados deben permanecer durante la discusión pasivos, retraídos, neutrales a semejanza de los Jueces de los antiguos torneos, limitándose a dirigir con ánimo sereno los debates». Un proceso penal, en fin, con sus protagonistas clásicos formando un triángulo donde el vértice superior lo ocupe el Juez, equidistante de los dos ángulos inferiores, al mismo nivel, acusador y acusado, Fiscal y Abogado defensor, sin permitir que quiebre la posición impasible y ecuánime de aquél ni que, desde el distanciamiento inherente a quien haya de juzgar, se mezcle y contamine en la contienda, con un evidente prejuicio como es el que le lleva a dar por sí y ante sí más de lo pedido, suplantando a las acusaciones con detrimento de su independencia (STC 134/1986, de 29 de octubre, FJ 1). Si al Fiscal corresponde constitucionalmente la defensa de la sociedad desde la perspectiva de la ley, el Juez tiene una primaria función de garantía (arts. 53 y 117.4 CE), por lo que es la primera línea de defensa de los derechos fundamentales, como ha dicho este Tribunal Constitucional siempre que ha tenido oportunidad de hacerlo. Si esto es así, y lo es, con carácter genérico, su exigencia resulta aun más intensa en los grados procesales más altos pero también más angostos.

7. Recapitulación

Lo dicho hasta aquí pone de manifiesto que la Sentencia impugnada, cuya parte dispositiva aumentó en dos años sin previo aviso ni razonamiento alguno la pedida por el Fiscal a lo largo del proceso en sus dos grados, no obstante coincidir en los hechos y en su calificación como delito inclusa la circunstancia agravatoria específica, ha rebasado el límite intrínseco del principio acusatorio por haber tocado varias de sus piezas. En tal coyuntura nuestra STC 12/1981, de 10 de abril, parece suficientemente expresiva al respecto y marcó el único rumbo que en esta singladura nos puede llevar a buen puerto. Allí se dijo, en efecto, que «el recurso de casación por infracción de Ley se mueve, respecto a la calificación de los hechos, en límites aún más restringidos. El Tribunal Supremo no puede imponer pena superior a la señalada en la Sentencia casada o, en su caso, a la que solicite el recurrente cuando éste pida una pena superior a aquélla, sin que pueda hacerse uso de una facultad análoga a la que el citado art. 733 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal concede a las Audiencias y Jueces de lo Penal (art. 902 LECrim), residuo del sistema inquisitivo. Por su parte, y en el mismo sentido, el propio Tribunal Supremo ha entendido que sólo puede confirmar la Sentencia recurrida o acceder a la petición del recurrente y, por ello, ni siquiera en el caso de llegar a la convicción de que fuere correcta una calificación jurídica distinta pero homogénea, procedería «de oficio reformar in peius» la decisión impugnada, sino mantener los efectos punitivos de la calificación primitiva (STS de 10 de febrero de 1972, entre otras). En definitiva, lo dicho hubiera llevado directamente a la concesión del amparo constitucional, no sólo por una deficiente motivación, sino por haberse cruzado la raya del sistema acusatorio.

Esto es todo.

Dado en Madrid a veintisiete de marzo de dos mil.

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